miércoles, 30 de septiembre de 2009

Las Religiones y el diálogo para la paz del mundo




por Guillermo Gómez Santibáñez



“El hombre no tiene religión, consiste en religión” (Zubiri)




A lo largo de la historia humana los hombres han convertido sus creencias religiosas en lucha de dioses, en guerra de religiones y en razones de conquistas. En nombre de Dios o de dioses, se han justificado invasiones, genocidios, dictaduras, torturas o cualquier acción que signifique ejercer dominio y poder. Las grandes civilizaciones como la egipcia, babilonia, las del Asia oriental, la Griega y la Romana, con sus imponentes imperios, se extendieron y se impusieron bajo el poderío militar y bajo la creencia que en sus conquistas obedecían la voluntad de sus dioses y les rendían tributo. Los sacrificios humanos ejercidos por los pueblos originarios de América, como los Aztecas, Mayas e Incas, eran ofrendas rituales que obedecían a la idea de que el hombre es un colaborador indispensable de los dioses, ya que estos no pueden subsistir si no son alimentados por el líquido precioso, el terrible néctar del que se alimentan los dioses; la sangre humana.

En la mitología griega, la Batalla de los Titanes o la Guerra Titánica (Titanomaquia) es una serie de batallas libradas entre las dos razas de deidades: los Titanes luchando desde el monte Otris, y los Olímpicos que llegarían a reinar en el monte Olimpo. La Teogonía atribuida a Hesíodo es un relato fabuloso que da cuenta del origen de los dioses, su naturaleza, sus pasiones, sus poderes, y el papel que juegan en la jerarquía de divinidades, entre los que se distinguen dioses eternos y dioses engendrados.

Relatos mitológicos similares surgieron en Europa y el Próximo Oriente, donde una generación de dioses se enfrenta a los dominantes, a veces suplantados y otras veces derrotados y sometidos. La mitología escandinava nos cuenta la guerra de los Aesir con los Vanir y los Jotunos. En la tradición babilonia, está el famoso poema épico de Enuma Elish, la narración hitita del “Reino de los Cielos” y el conflicto de los fragmentos ugaritas. Los relatos bíblicos de la tradición hebrea, contienen también algunas narraciones de carácter mitológico, en los que se pone a prueba la fuerza, autoridad y poder de Yahweh frente a otros dioses regionales o circunvecinos a Israel. El primer libro de Samuel cuenta la historia de la lucha entre Yahweh y Dagón; que midieron fuerzas luego que las tropas israelitas fueran derrotadas por los filisteos y se apoderaran del Arca del Pacto (heb:‘aron); trono de Yahweh y símbolo de su presencia. Yaweh de los Ejércitos, una vez prisionero en el altar de Dagón, se enfrenta cara a cara, de Dios a Dios con Dagón. Los filisteos, al levantarse de mañana, encontraron a Dagón postrado en tierra ante Yahweh; sus fieles lo colocaron de nuevo en su altar. Al siguiente día, estaba ahí, de nuevo postrado, sólo que esta vez amaneció decapitado. Yahweh, desde su prisión, afligió a los filisteos con tumores, como una especie de maldición bacteriológica diríamos hoy (capítulo 4-5). El libro primero de los reyes narra una historia similar, con el enfrentamiento entre Yahweh y Baal en el Monte Carmelo. Yahweh de los Ejércitos, con su celo intransigente, se batió en duelo con Baal, ridiculizó a sus cuatrocientos cincuenta profetas, consumió el altar con fuego y degolló a todos sus representantes (18,20-45).

Los mitos son narraciones antropomórficas que llevan a los mitólogos a presentar explicaciones acerca de la naturaleza a partir de fuerzas semejantes a las humanas. Los poemas homéricos, hesíodicos y órficos, expresaron el actuar de los dioses y de los humanos en términos mítico-religioso. Los rasgos dominantes y distintivos de esta etapa, son el lenguaje poético para expresar emociones y pensamientos y una concepción de la realidad de manera viva y dinámica. Desde esta perspectiva, los objetos se presentan como realidades contrapuestas y en continua tensión, como fascinadores y atrayentes, amenazadores y repelentes; es una concepción mítico-mágica con un cargado politeísmo antropomórfico, que ve los fenómenos y la fuerza física personificada y animada por un dios que impone temor, exige culto, adoración y sacrificio. (Escobar, 1995:10)

Para las sociedades arcaicas el mito reviste una importancia singular, pues para ellos los mitos son historias verdaderas, por su carácter sagrado y en tanto fundamentan y justifican todo el comportamiento y la actividad del hombre. Los mitos relatan no sólo el origen del mundo, de los animales, de las plantas y del hombre, sino también todos los acontecimientos primordiales a consecuencia de los cuales el hombre ha llegado a ser lo que es hoy, es decir, un ser mortal sexuado, organizado en sociedad, obligado a trabajar para vivir. Si el mundo existe y el hombre existe es porque los seres sobrenaturales permiten que irrumpa lo sagrado en el mundo; otorgando a sí fundamento a cuanto hay. Los mitos, tomados en su sentido verdadero, es decir, como un relato imaginario de un acontecimiento originario e instaurador, cuyo protagonista son los dioses, no se puede vaciar de su contenido simbólico, pues el símbolo es su lenguaje más propio y lo utiliza en la medida de lo posible. Por esta razón el mito es un símbolo en sí mismo, como globalidad. (Croatto 2002)

Así, en Homero o en Hesíodo, los nombres de los dioses representan facultades humanas, como la naturaleza titánica del hombre según Píndaro o Platón, y elementos de la naturaleza, o principios físicos o éticos como interpretará el estoico Crisipo en la filosofía romana. Por otra parte, los relatos míticos contenidos en la narración bíblica veterotestamentaria, deben ser leídos bajo condición de que son interpretaciones de experiencias en la que intervienen realidades asumida como símbolos.

La tragedia de Manhatan, el 11 de septiembre del 2003, en Nueva York, marca un hecho con características muy particulares; por cuanto los sucesos que asombraron al mundo al iniciar el siglo XXI, tuvieron como factor coadyuvante a los intereses políticos, la creencia religiosa como fondo. Entre George W. Bush y Osama Ben Laden existe una mutua demonización. Los militantes islámicos acusan a Estados Unidos de ser el “Gran Satán” y Bush los acusa de “diabólicos”. Demonizadas las partes, el otro lado de la guerra de los dioses (Alah vs. El Dios cristiano) se reduce a una trifulca entre demonios. La retórica demonológica de Bush recuerda la de la administración Reagan declarando a la fenecida Unión Soviética “imperio diabólico”.La teoría del “eje diabólico”: Irán, Iraq y Corea del Norte es similar al “eje diabólico”: Pekín, La Habana y Moscú de la década de los 60. Demonizando al enemigo Bush se autodiviniza y se convence que puede salvar al mundo con su Ejército de dos millones por los cinco continentes, justificando de esta forma su intervención militar en el Medio Oriente y en cualquier lugar, como una voluntad divina. La derecha religiosa, de origen protestante y aliada de Bush, lo respalda también, convencidos que Dios está de su parte y que el Islam es una religión demonizada y por tanto terrorista.


El rostro occidental de la Religión

La civilización occidental ha heredado y seguido de una manera esquemática, los pasos de la civilización griega, la cultura romana, y la comunicación del pensamiento griego mediante la evangelización cristiana. La alianza entre Estado e Iglesia, desde Constantino, con el edicto de Milán del año 313, significó condiciones de privilegios y favores imperiales, que llevaron a la Iglesia y al cristianismo, bajo Teodocio el Grande (380), ha convertirse en religión oficial del Imperio romano, sacralizando así y sin percatarse, todo un sistema político-social basado en la injusticia y la opresión. La Iglesia no supo distinguir el triunfo de la tentación y ha cargado siempre con este fantasma. Bajo un imperio “cristiano”, el “paganismo” con sus templos sagrados, sus cultos a sus divinidades, su magia y prácticas supersticiosas, perdía todo su prestigio y se convertía en enemigo del Estado y de la Iglesia. La cristiandad de occidente fue mucho más que un concepto, constituyó una experiencia histórica, arraigada en la Iglesia desde la conversión de Constantino y prolongándose en Europa hasta la Edad Media. En América Latina aún persisten estos rasgos de integrismo religioso y unanimidad cristiana, como forma de resistencia a la modernidad y pos-modernidad.

Los procesos modernizadores desarrollados en Europa, y que arrancan de la Ilustración, levantaron un faro cuya luz iluminó en distintas direcciones prolongándose hasta hoy. El carácter utópico de la cultura occidental cuyos rasgos principales eran el progreso y la construcción de un mundo y un hombre nuevos bajo la ciencia y la tecnología, desplazó la religión al terreno de lo subjetivo y privado. La fe utópica de la modernidad, más allá de sus efectos positivos, construyó una percepción e interpretación de la realidad positivista, provocando a su vez una gran crisis de la experiencia de sentido, de enormes consecuencias en Europa y también en América latina. La cultura occidental y su razón instrumental, ha sido de miel y de hiel, es decir, contiene su lado positivo y su lado negativo. La novela de Carpentier: el siglo de las luces, relata la odisea del barco que trae a Sudamérica las ideas de la Ilustración, las ideas de la razón humana: revolución, emancipación y libertad, pero también trae en proa la guillotina. El barco de la Ilustración es signo de vida y desarrollo, como igualmente de dolor y muerte. La razón instrumental de la modernidad, será una razón científica que someterá todo a análisis, a cuantificación, ya no hay tabúes, ya no hay misterios, la razón lo explica todo. La Ilustración le da a la razón el lugar que antes ocupaba la religión. La religión ya no es capaz de organizar la sociedad y la vida política, cuando esta interviene en las cosas temporales sólo crea intolerancia y genera guerras. La irracionalidad de la religión justifica la razón científica para organizar la vida social y política de manera pacífica y humana. La Ilustración glorificó la razón como una razón práctica, al servicio del progreso material y económico de la sociedad, se manifiesta como una razón meramente funcional, utilitarista, capaz de resolver todos los problemas del mundo. Individuo y razón son dos rasgos distintivos de la modernidad: dos caras de una misma moneda.(López: 1996)

En el umbral del siglo XXI, el mundo ha cambiado drásticamente, los escenarios políticos, sociales, culturales y religiosos ya no son los mismos de hace treinta años. La posmodernidad cambia el escenario del diálogo Iglesia-mundo confiriéndole un nuevo enfoque. La Iglesia ya no tiene adversarios en el sentido anterior del término. El relativismo posmoderno conlleva la tolerancia también relativizadota con respecto a la misma Iglesia, a la cual se le deja hablar todo lo que quiera, sin escucharla, pero sin enfrentarse tampoco a ella con vehemencia. El concepto moderno de autonomía se ha privatizado hasta el extremo de que a todos se les concede el mismo derecho a hablar por igual y con igual valor.

No podemos negar que en materia de religión estamos sobre la cresta de la ola, con nuevos retos, pero con un problema perenne; la teología cristiana por siglos pasó inadvertida frente a grandes masas de fieles de otras religiones a quienes excluyó de la revelación y la salvación. Hoy, cuando el fenómeno de la globalización hace ineludible la interculturalidad y nos ofrece un horizonte de pluralidad y transversalidad de creencias, el encuentro de las religiones no se puede obviar, ni ignorar, menos desconocer como factor gravitante para la construcción de la humanidad. América Latina, de fuerte y arraigada tradición cristiana, debe abrigar la posibilidad, siempre cierta, de un encuentro y diálogo con otras religiones como legítimas expresiones de alteridad y espiritualidad. Dos premisas básicas son necesarias a tener en cuenta entre la perennidad del problema y la novedad de los retos en este encuentro interreligioso: el carácter realista y verdaderamente humano de la revelación divina que me induce a descubrir la presencia de Dios en la creación y en la historia; y lo segundo, que es algo estrechamente vinculado a lo primero, que Dios está siempre ahí, manifestándose a todos en la máxima medida, sin tacañería, ni burocracia divina. Las limitaciones humanas son altamente desproporcionadas al misterio infinito, que en generosidad irrestricta quiere darse y manifestarse por todos los medios. “Dios no crea por amor a sí mismo o para que le sirvan, sino por amor al hombre y a la mujer, con el fin de ofrecerles como don participar en su plenitud y felicidad. Lo único que no puede, ni quiere es romper los límites de su finitud: tiene que respetar el crecimiento de su libertad y el trabajo de la historia, sin los cuales la existencia humana no puede ser ni realizarse”. (Torres,1992:6)

El homo religiosus

La historia de las religiones ha enseñado que los hombres son, de alguna forma u otra, seres en constante búsqueda de lo sagrado (Lo Otro). El hombre es un ser incurablemente religioso, un permanente buscador de sentido, por tanto no puede sustraerse a esa insaciable sed de trascendencia. La experiencia religiosa tiene el carácter de relación profunda que vincula al hombre con el principio trascendente que hace posible su plenitud existencial. La religión como un hecho humano histórico y polimorfo está siempre en constante vigencia, se niega a desaparecer, por el contrario, se reafirma lo religioso, por que el hombre al preguntarse por si mismo en profundidad, está planteando, quiéralo o no, el problema de Dios. El hombre en su estructura antropológica y en su condición de creado es un ser inacabado, es decir capta y conoce las cosas, pero en perspectiva, en la posibilidad de ampliar el horizonte de su conocimiento infinito en continuo crecimiento de cara a un futuro. El hombre se diferencia del animal porque es capaz de distanciarse de sus contenidos perceptivos para captar el ser y de este modo se siente sujeto frente al objeto que conoce. Su capacidad de objetivación contiene un elemento de autotrascendencia que hace posible al hombre superar los propios impulsos y darse cuenta de su diferencia y superioridad. El hombre no solo sabe, sino que además sabe que sabe., posee conciencia reflexiva. (Pannenberg 1993).

La finitud radical humana ha llevado al hombre a verse y sentirse criatura tan limitada que se ve impulsado a rendir culto a algún ser superior. Desde una perspectiva fenomenológica; podemos decir que el hombre experimenta su realidad profana (inmanencia) como falta de fundamento ontológico. Se experimenta como radicalmente no fundado en si mismo. Su última realidad está determinada por un fundamento ontológico que trasciende lo profano; a esa realidad fundante se le denomina lo sagrado. (Eliade: 1977) Esta actitud de rendirse ante lo sobrenatural, como sed y búsqueda de una realidad fundante, ha sido una constante transcultural y universal en el ser humano. En el pensamiento filosófico antiguo y moderno ha quedado registrado como verdad contrastante el debate del sentido de autotrascendencia (Pannenberg) y reducción inmanentista (positivismo científico) del problema del hombre: por ejemplo en las afirmaciones del profesor de Marx, L. Feuerbach: “el hombre es dios para el hombre” (homo homini deus)., o la afirmación del Obispo de Hipona; San Agustín: “Dios es lo más profundo y cimero del hombre”(Deus interior intimo meo et superior summo meo). Frente al hombre “acongojado de carne y hueso” de Unamuno, del “ser- para- la muerte” como horizonte de escape de Heidegger, el hombre “pasión inútil” de Sastre, el “superhombre” y su voluntad de poder de Nietzsche, prevalece el rasgo imborrable del hombre agustiniano, creatural, interiorizado, religado, dialogante entre el Yo-Tú, de la finitud a la infinitud. En el hombre, su inmanencia y trascendencia son ejes neurálgicos de su doble dimensión: hombre-creatura, que lo hacen ser incurablemente religioso. Toynbee decía: “no ha existido hasta nuestros días ninguna civilización que no haya sido religiosa” y San Agustín confiesa: “Fuimos creados para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti”.

El Parlamento de las religiones

Ante la profunda necesidad y el urgente clamor de los pueblos, de construir “otro mundo posible”, donde quepan todos y todas, Barcelona abrió sus puertas para la realización del IV Parlamento de las Religiones cuyos objetivos se pueden resumir en tres puntos:

1. Compartir y mostrar las identidades religiosas
2. Dialogar entre las religiones para buscar el entendimiento, expresar las diferencias y constatar tradiciones mediante la palabra
3. Reflexionar en forma colectiva sobre las religiones y la contribución que las mismas pueden hacer para el objetivo de un mundo mejor.

Bajo el lema “Caminos para la paz: el arte de escuchar, el poder del compromiso”, diez mil personas, líderes religiosos de cien creencias y 75 países, se dieron cita, convocados por Consejo para un Parlamento de las Religiones del Mundo, el Forum de las Culturas y el Centro UNESCO de Cataluña, para manifestar una voluntad de luchar por la paz universal y el respeto hacia el otro.

El Parlamento de las Religiones del Mundo, deja impresa en la conciencia universal una voz profética para interpelar por el restablecimiento del diálogo en un mundo fragmentado, intolerante y desequilibrado, la búsqueda de una sociedad justa, la superación del fundamentalismo intolerante, poner fin a las guerras; especialmente las que se libran en nombre de Dios.

Tres fueron los ámbitos de trabajo que ocuparon las 60 sesiones de diálogo de cada día:

a) Intrarreligioso: que mostró creencias, prácticas y dinámicas de diversas comunidades religiosas
b) Interreligioso: que posibilitó el diálogo con perspectivas religiosas y espirituales de diversas tradiciones
c) Participación: que permitió mostrar proyectos e iniciativas reales y concretas en diversos lugares del mundo.

El Parlamento se constituyó en un espacio de intercambio de ideas y acciones, que venidas de las distintas religiones significaron un ofrenda común de paz para la construcción de otro mundo posible.

Voces de renombre mundial como la Premio Nobel de Paz 2003, Shirin Ebadi. El filósofo Catalán de origen indio, Raimon Panikar y la de Amma o “amor divino en forma humana”, se hicieron oír como una voz a la conciencia del mundo, condenando la guerra, la violencia en todas sus expresiones, el atropello a los derechos humanos, la manipulación religiosa y tergiversación de la palabra de los profetas, explotando las mentes débiles de los más pobres, desatando el terrorismo.

La jornada del Parlamento de Barcelona, dejó presente como una sentencia firme: que más allá de las diferencias que cada religión posee con respecto de la otra, hay un principio básico que las une y es el respeto y la tolerancia hacia el otro que promueve la palabra de Dios. Esto implica recuperar el diálogo y asumir el compromiso de una ética global, donde el respeto y la tolerancia son componentes fundamentales para el entendimiento.

El diálogo interreligioso: un diálogo abierto y necesario.

“Los hombre han aprendido a volar como las aves y a nadar como los peces, pero no han aprendido a vivir como hermanos” decía Martin Luther King. El diálogo interreligioso es en el fondo buscar al otro ser humano, hacer realidad el sueño de sentarse al lado del que es distinto, que piensa diferente, pero que busca el mismo bien de todos. Somos en tanto humanos un ser relacionado y dialogal, en este sentido, desde las distintas opciones creyentes el diálogo interreligioso trata de buscar un diálogo fluido, sin desbordes intolerantes y reduccionistas.

“Cuidaos poco de Sócrates, y mucho más de la verdad”, dijo Sócrates poco antes de beber la cicuta (Platón, Fedón 91c). En el plano religioso buscar la verdad es lo que importa, Dios que es la Verdad y todo lo verdadero. Esta Verdad debe conducirnos a un testimonio recíproco de la propia visión religiosa, un mejor conocimiento de las creencias y entendimiento de los valores fundamentales para buscar juntos la paz y una mejor convivencia.“Verdad sin caridad es verdad y caridad, caridad al menos en su raíz o núcleo, aunque falle la suavidad y chirríe, mientras que caridad sin verdad no es verdad ni verdadera; no suele ser ni caridad, sino falsía, hipocresía, calculo, táctica e interés, de los cuales no brota el diálogo, la verdadera relación interreligiosa” (Pablo VI Eclesial suma 1964 ; Juan Pablo II Redemptoris missio 1991)

Concluyo con el relato del “gentil y los tres sabios” que citara Juan José Tamayo, teólogo español en su conferencia “Espiritualidad y respeto a la diversidad”; pronunciada en el II Foro Mundial de Teología y Liberación celebrado en Nairobi en enero de 2007:

Ramon Llull en su Libro del gentil y los tres sabios escrito en el siglo XIII, es todo un ejemplo de inter-espiritualidad entre las religiones monoteístas, que debería extenderse al conjunto de las religiones. “Un gentil que no conocía a Dios, ni creía en la resurrección, ni que hubiera nada después de su muerte, vivía en un permanente estado de insatisfacción. A cada paso sus ojos se llenaban de lágrimas y su corazón de tristeza. Salió de su tierra y fue a un bosque solitario en busca de la verdad. El gentil se encontró con tres sabios, un judío, un cristiano y un musulmán, quienes le fueron demostrando la existencia de Dios y su relación con las criaturas, y le expusieron lo peculiar y distintivo de cada religión. Tras escuchar los argumentos de los tres interlocutores, el gentil pudo constatar que cada religión posee sus propias leyes, pero tenía que tomar una decisión sobre la religión a abrazar. El gentil dirigió una oración de adoración y de acción de gracias a Dios en actitud reverente. Cuando terminó de rezar se lavó las manos y la cara en una fuente que había allí y dijo a los tres sabios: “En este lugar donde tanta buenaventura, felicidad me ha sido dada, quiero, en presencia de vosotros, elegir aquella ley, ley que me es significada como verdadera, por la gracia de Dios y por las palabras que vosotros me habéis dicho. En esta ley, quiero estar, y por ella quiero trabajar todos los días de mi vida. Los tres sabios bendijeron al gentil y éste a los tres sabios. Se abrazaron, besaron y lloraron de alegría juntos. Antes de que los tres sabios partieran de allí, el gentil se maravilló que no le preguntaran qué ley elegiría. Los tres sabios respondieron que, cualquiera fuere la opinión de cada uno, no querían saber qué ley había abrazado. Si hubieran conocido la elección del gentil se habría dado por terminado el diálogo entre las tres religiones. La actitud del gentil abre el camino también al diálogo con los no creyentes, y no sólo al interreligioso. Antes de despedirse y de partir cada uno para su lugar de residencia, los tres sabios se pidieron perdón y acordaron seguir dialogando”.
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