jueves, 28 de enero de 2010

El trabajo como lugar de Misión (I). Hacia una teología del trabajo


Eduardo Delás, España

Introducción

Génesis 2:4-25; Ecl. 5:8-16

Las Escrituras nos hacen saber que para Dios la creación del hombre y la mujer no consiste sólo en darles vida, sino situarlos en un campo ideal (un entorno favorable) desde el que puedan desarrollarse como seres humanos en plenitud:

Un entorno físico. (El Edén): Un hogar, un domicilio. Un lugar en el que puedan experimentar sentido de pertenencia.

Una tarea como seres activos: Trabajo. Una actividad necesaria para desarrollar sus capacidades y lograr realización personal.

Un marco de responsabilidad, de modo que puedan responder a Dios sin coacción alguna desde la más absoluta libertad.

Un campo de relaciones con los demás: hombre/mujer y con el resto de la creación: Socialización.

Sólo entonces, el ser humano (hombre/ mujer) está completo y finaliza la obra de la creación.

Y, sin embargo, podríamos afirmar que las palabras de Eclesiastés, escritas hace casi tres mil años, contrastan de un modo brutal con este marco original, constituyendo el “retrato robot” de un mundo irreconocible hasta el día de hoy. Y, entonces, cabría preguntarse:

¿Qué le pasa a la raza humana? ¿Cómo ha llegado a situarse tan lejos del proyector original de su Creador? ¿Cómo es el mundo actual?

Aunque todas las personas han sido creadas iguales, en un mundo como éste existen: ricos y pobres, poderosos y lacayos, fuertes y débiles, poderosos y don nadies, profesionales y arribistas, trabajadores y caraduras, ladrones y honrados. Todos ellos compiten (o competimos) para lograr la supervivencia.

En este mundo se nos enseña desde la cuna a competir para lograr lo que aparece como el gran anhelo del corazón de la mayoría de los mortales: El éxito (triunfar). Vivimos desde la competitividad en la necesidad de justificar nuestras vidas con cualquiera de las supuestas mil caras de la hidra del éxito. Ahora bien, ¿Por qué competimos? ¿Con quién? ¿Para qué?

Competimos por alcanzar las metas que nos trazamos o aquellas que nos imponen.

Competimos porque nos dicen que debemos luchar para superarnos.

Competimos para demostrarnos todo lo que somos capaces de alcanzar, y para prevenir la frustración de no haberlo conseguido

Competimos porque el logro de nuestras ambiciones representa un claro símbolo de reconocimiento y aceptación social.

Competimos para dejar de ser “perdedores”

Competimos porque, en nuestro mundo, no tener o no conseguir significa peligro, riesgo, amenaza, fracaso, incertidumbre y miedo. Por el contrario, tener y alcanzar resultan sinónimos de seguridad, bienestar, disfrute y libertad.

Sin embargo, nuestro tema tiene que ver con “El trabajo como lugar de misión”. Y convendría situarse correctamente desde el principio, porque con frecuencia solemos pensar con espíritu piadoso y una ingenuidad infantil que todas esas cosas que se dan “en el mundo” (sobre todo en el laboral) no van con nosotros. Los cristianos, en realidad, vivimos ajenos a todas estas cuestiones porque somos “ciudadanos del cielo” y “peregrinos” en la tierra, de modo que nos encerramos en una “burbuja invisible” aislados de la influencia ambiente, como si los conflictos, las responsabilidades y las luchas laborales fuesen sólo problema y tarea de los demás. Apostamos por vivir como si no estuviéramos aquí, lo que pasa alrededor lo etiquetamos como circunstancias que se dan en un mundo del que no somos, ni nos sentimos parte. Y, a partir de ahí, intentamos darle a estos razonamientos un fundamento bíblico: “Estamos en el mundo, pero no somos del mundo” (Jn. 17)

Con una percepción de la vida y del trabajo así, la conclusión final sólo puede ser ésta:

Implicaciones en el trabajo, las mínimas. Como cristianos no podemos mezclarnos demasiado en cosas “mundanas” que nos desvían de lo esencial, que es “lo espiritual”.

Del trabajo a casa y de casa al trabajo. Nada de hacer amistades y crear lazos con los compañeros, no sea que nos “contaminemos” con amistades inconvenientes.

La vida de los cristianos en el entorno laboral se convierte así en una especie de presencia ortopédica, huidiza y miedosa que, más que testimonio, escenifica actitudes escapistas y descomprometidas que no dicen nada a nadie.

Aclarando equívocos sobre el “trabajo” y “la misión de la Iglesia”.

El equívoco más distorsionador que tendríamos que enfrentar sería no separar ambas cosas: Trabajo y Misión. ¿Por qué?

1.Este mundo nos invita a creer que nuestra fe es privada y que “sobra” en el mundo laboral. Por tanto, lo que hacemos en el tiempo libre es cosa nuestra, pero los valores cristianos no tienen cabida en el trabajo. Y, nuestra propia teología, acompañada de miedos y cobardías, a menudo refuerza esta idea.

No somos del mundo, tampoco Jesús lo era y, sin embargo, su petición no es que el Padre nos haga invisible o se invente un modo de hacernos desaparecer, sino que en la tarea de estar donde hay que estar con todas las implicaciones, nos guarde y proteja.

Jn. 17: 16, 18 – “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo… como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo”.

No somos del mundo, tampoco Jesús lo era y, no obstante, la misión de la iglesia habría que definirla en términos de “Misión mundo” porque a él somos enviados. Y no sólo como mandato a modo de imperativo, sino desde un modelo programático que nos ha precedido: Jesús de Nazaret.

Jn. 1:14 – “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.

Jesús se hizo “transparencia” del Dios eterno en la encarnación y desde ese “lugar teológico” revalorizó la condición humana, porque se hizo hombre; revalorizó el trabajo porque fue de profesión carpintero y revalorizó la historia porque estuvo en ella como el hombre disponible en el mundo y para el mundo. Nada humano le fue ajeno.

2.La teología cristiana, con frecuencia, distingue erróneamente entre trabajos sagrados y profanos. Los primeros, son desempeñados por pastores y misioneros (clérigos), que se dedican a “tiempo completo” al Señor. Los segundos, son la inmensa “tropa” de cristianos (laicos) que se dedican a un “trabajo secular” y que, por tanto, no invierten “en la obra”.

En el imaginario colectivo del pueblo de Dios, suele anidar la idea de que los “clérigos”, tienen la responsabilidad de preparar actividades que muevan a toda la iglesia a evangelizar. Los “laicos”, sin embargo, son llamados a utilizar “su tiempo libre” de responsabilidades laborales para responder a estas tareas y realizar la misión a la que todos somos llamados. Ahora bien, podría preguntarse:

¿Qué sucede con las cuarenta horas semanales (o más) que pasan la mayor parte de los cristianos trabajando en la fábrica, el hospital, la oficina, el banco, el hogar, la escuela, la carpintería, la fontanería, la obra, etc.? ¿No es el puesto de trabajo tan lugar de misión como el local de la iglesia y las actividades que allí se realizan?

Todo lo que hacemos en el trabajo, tanto las tareas profesionales como las relaciones humanas ¿no tienen un valor intrínseco para Dios? ¿Ama Dios la justicia, la verdad, el amor y la misericordia tanto en el trabajo como en la iglesia, en la familia y en cualquiera otra de nuestras relaciones interpersonales1? ¿O fuera del local de la iglesia eso no cuenta? ¿Qué concepto de iglesia es el nuestro?

No podemos concluir una semana de trabajo y decirnos a nosotros mismos que “no hemos evangelizado”, “no hemos hecho ninguna tarea para Dios” o “no estamos sirviéndole”, porque no es cierto. Además, esa idea errónea nace de una percepción maniquea de la vida, de la iglesia y del trabajo. La vida es de una pieza. Quizás debiéramos reflexionar y hacer como Jacob cuando se despertó en Harán diciendo: “El Señor está en este lugar y yo no lo sabía” (Gn. 28:16), para darnos cuenta de que Dios no nos abandona en la puerta del trabajo, como un padre deja a su hijo en la escuela y lo recoge a la salida2. El está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. La cuestión es si nosotros tomamos conciencia de eso, estemos donde estemos y hagamos lo que hagamos.

3.Los cristianos, dispersos por el trabajo que cada uno desempeña en la vida, no dejamos nunca de ser iglesia. La dimensión comunitaria de nuestro ser uno (pueblo de Dios) no queda escindida con la distancia.

La iglesia siempre es iglesia, cuando estamos reunidos en el culto formal y cuando estamos esparcidos en la vida cotidiana: laboral, familiar, social3. De modo que, no vamos solos al trabajo, sino que lo enfrentamos con todos los recursos que Dios nos da: Su Espíritu que nos guía y un pueblo que siente, cree y vive la misma fe.

Solemos orar por personas para que asistan a lo que llamamos “actos evangelísticos”, pero ¿por qué no mostramos el mismo interés intercediendo por nuestros compañeros de trabajo y pidiendo que la iglesia ore por ellos? ¿No deberíamos resituar y redefinir nuestro concepto de iglesia en tanto comunidad corporativa?

1ª Tes. 5:14-15 – “... que amonestéis a los ociosos, que alentéis a los de poco ánimo, que sostengáis a los débiles, que seáis pacientes para con todos”.

¿Cuánto ánimo hay que sostener por razones laborales? ¿Cuánta debilidad? ¿Cuánta paciencia? ¿Y si lo compartimos en comunidad? No convertiríamos el trabajo, el tiempo y las responsabilidades laborales en lugar de misión?

¿Qué sucede cuando aprendemos a orar los unos por los otros en todos los ámbitos de nuestra vida? ¿Qué ocurre cuando aprendemos a animarnos, consolarnos, preocuparnos los unos por los otros? Sucede que los campos de misión de cada uno se convierten en uno solo, en el que todos estamos implicados porque formamos parte de una misma y sola iglesia. No somos “islas”, no vivimos para nosotros, somos un pueblo vivimos en un solo mundo y todos nos enfrentamos con desafíos semejantes porque el trabajo es nuestro lugar de misión: “Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder” (Mt. 5:14)


Fuente:
http://www.lupaprotestante.com/index.php?option=com_content&task=view&id=2020&Itemid=128

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