jueves, 18 de marzo de 2010

El fin del mundo


David Buendia Ortuño, España

Ya estábamos enterrando en el olvido a los muertos de Haití con el último recibo de luz, nuestras compras en el Corte Inglés, el estrés de la vida cotidiana, la angustia del diez de marzo sin el TDT, y la subida del IVA, cuando ahora, precisamente ahora, otro terremoto de nueve grados remueve incómodamente nuestras conciencias. ¿Es que no nos dejará en paz este planeta?

Los apocalípticos de turno, aún con la tinta fresca de sus últimas predicciones armagedónicas, ven confirmadas sus expectativas por el mismo Dios que ha levantado su poderoso brazo para arrasar Chile. ¡A ver si se enteran los pecadores, incrédulos y ateos del mundo que el juicio divino está en la puerta llamando con puño de acero! ¿Quién negará las señales del fin del mundo?

La geología y la climatología, esas rameras de la ciencia ciega, dicen que desde que la Tierra gira, terremotos, huracanes, inundaciones regionales, drásticos cambios climáticos, y la actividad volcánica siempre han sido una constante invariable en el transcurso de la vida. Es más, que si tenemos los continentes que tenemos, con las montañas que los encumbran y los extensos valles dónde los hombres plantamos nuestras ciudades, es precisamente por esa incansable actividad planetaria.

Lo que sí que ha cambiado es nuestra percepción de estas bruscas transformaciones. Hasta hace unos pocos decenios, los terribles terremotos asolaban igualmente las tierras de los seres hasta entonces vivos, pero nadie se enteraba de ello. En la sociedad actual de las comunicaciones globales, todavía no se han desplomado los últimos edificios por el temblor de turno, cuándo aparecen en nuestras espléndidas televisiones de 32 pulgadas, el llanto roto de un niño roto que ha perdido a su rota madre debajo del roto techo de su chabola. Y eso a la hora de la sobremesa, que con el postre y la taza de café en la mano observamos cómo la población desesperada se arremolina violentamente alrededor de un chusco de pan. Antes se ignoraban tales sucesos. Ahora nos los comemos –literalmente- con patatas.

Y con esta nueva conciencia del acontecer del mundo, los profetas de nuevo cuño vociferan acerca del fin de los tiempos por cosas que desde tiempos inmemoriales suceden. En una cosa tienen razón: la sociedad moderna, tan avanzada y tecnológica, está atragantada en su competencia hasta tal punto, que piensa que es invulnerable a los efectos de la naturaleza. Antes los “primitivos” vivían con la espada de Damocles pendiendo sobre sus cabezas, ofreciendo a los dioses de turno lo que fuera preciso para que no los castigaran con el trueno, la ventisca, o la sequía. Ahora nos reímos de tanta superstición porque la naturaleza “no funciona así”, a golpe de rebuzno divino. Y la ignorancia de entonces la traspasamos al extremo opuesto: con pulsar en el “pause” podemos detener un ciclón. De la superstición primitiva a la estupidez autosuficiente contemporánea.

Ahora bien, los profetas son profetas, y por vaticinar que no quede. Se agarran a este y aquel versículo bíblico –fuera de todo contexto- en el que se exhorta a leer bien los tiempos. Parecen olvidar que el mismo Jesús advirtió a los discípulos que lo de hacer cábalas, nada de nada, que ni tan siquiera él sabía cuándo llegaría el final. Todo lo contrario, les dio una misión, para que no se quedaran con el cuello torcido mirando las nubes y elucubrando sobre qué nube descendería el Hijo de Dios:

¿Qué hacéis varones galileos? El que se fue volverá. Mientras tanto, Jerusalén, Judea, Samaria y el mundo.

No nos toca ver detrás de cada desastre natural, al Mesías en gloria con legiones de ángeles. Lo que toca, si es que he entendido bien el evangelio, es ver a Jesús en el niño roto que llora, en los desnudos y famélicos cuerpos que se retuercen de hambre, en los lisiados, amputados y enfermos a los que hay que atender, en los sedientos cubiertos del polvo de las ruinas.

Un bombero mejicano que se entregó en Haití a la tarea de rescatar a los “cautivos” de debajo de sus casas destruidas, lo expresó de forma insuperable:

“Cuándo por fin llegamos hasta el niño, y él alcanzó a través de la grieta a tocarme la mano, sentí estremecedoramente que quien me tocaba, era la mano de Dios”

¡Cómo necesitan que les llevemos el amor de Dios a través de nuestras conciencias comprometidas, a través de nuestras manos y nuestros bolsillos, a través del anuncio consolador: Dios está con nosotros, Emmanuel, también en medio del sufrimiento, y en medio de nuestro abrazo!

Fuente:
http://www.lupaprotestante.com/index.php?option=com_content&task=view&id=2106&Itemid=1
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