sábado, 1 de mayo de 2010

Pentecostés de las religiones hermanas


La narración simbólica de Pentecostés, con Pedro proclamando el Evangelio a culturas y lenguas diferentes, evoca más la traducción simultánea que el esperanto. Con razón se lee en los Hechos de los Apóstoles que “cada uno entendía en su propia lengua”.

Si el esperanto empobrece, reduciendo a un mínimo común universal, la traducción enriquece, aprovechando el colorido local; el intérprete explota los recursos de la propia lengua. La diversidad y el pluralismo son deseables, tanto en genética y gastronomía, como en teología.

Los encuentros interreligiosos deberían converger en una depuración pascual de cada religión: atravesar un camino de éxodo, de salir de sí y caminar hacia un pentecostés de las religiones hermanas.
Lo meditaba así mientras participaba en la jornada interreligiosa que se celebró el pasado mes de abril en la ciudad japonesa de Kyoto. Resumía el comentarista dos rasgos comunes de las religiones: todas heredan tradiciones de paz, pero todas las traicionan con la violencia. En estos dos puntos se logra enseguida un consenso entre religiones. Con esa autocrítica empieza la pascua o éxodo de cada religión: salir de sí, renunciando a creerse única, exclusiva o superior a las demás.

Me preguntaba un budista si no habría una misma aura mística de espiritualidad en toda religión, “lo mismo -decía- que en épocas y culturas muy diversas, a la hora de regar, en todo el mundo necesitamos agua, ya sea de lluvia, de pozo o de ríos”. Aprecié la actitud conciliadora de su intervención, pero temía caer fácilmente en la uniformidad. Vivimos en un mundo en que, tanto desde la Casa Blanca como desde algún dicasterio romano, se nos invita a beber la misma Coca-Cola y entonar los mismos latines. Lo bueno de la metáfora de¡ agua es su afinidad simbólica con la vida y la espiritualidad.

Pero una cosa es alimentarse del agua, absorbiéndola por raíces semejantes, o abrir hojas y pétalos a la misma bendición de la lluvia; y otra cosa es empeñarse en que sean todos los árboles, flores y frutos iguales a la fuerza. La diversidad hace posible el crecimiento y enriquecimiento mutuos.

La pluralidad local es riqueza

Estas comparaciones con el agua de riego, propias de culturas agrícolas, sugieren alusiones de viticultura; por ejemplo, a propósito de la calidad de los “vinos de marca”. En japonés, ji-zake significa “vino de¡ país”. los japoneses vinieron a Jerez y aprendieron, fotografiando, grabando y apuntando meticulosamente, los secretos de fabricación. Regresaron cargados con un fichero exhaustivo. Pero no pudieron llevarse a lapón en el equipaje el sol, agua y aire de esa tierra.

Dígase lo mismo del vino de arroz japonés que probé en Osaka. El agua, químicamente hablando, es siempre H2O. Pero el sabor local de los respectivos vinos, según el agua, sol y aire de la tierra, es intransferible. También en las religiones la pluralidad local es riqueza; no se riega la espiritualidad con agua destilada. Pero con el tiempo olvidamos el sabor de lo propio y necesitamos redescubrirlo en contacto con lo ajeno.

Ante el contraste, pasadas las primeras perplejidades, viene el tránsito por el éxodo de la autocrítica, que conduce al pentecostés de los redescubrimientos. Pero no hay que precipitarse. Para resucitar, hay que morir primero. Sin el despojo y renuncia del éxodo, no habrá primavera pascual, ni pentecostés que nos transforme.

¿Budismo en nuestro país?
Para el cristianismo de nuestro país, será fructífero en las próximas décadas el encuentro con el budismo, como lo es para Oriente el encuentro con el cristianismo. Ejemplificaré unos cuantos aspectos en que podría contribuir el budismo a la autocrítica y autodescubrimiento de rasgos cristianos olvidados.

En primer lugar, el budismo nos puede aportar paz: calma interior y armonía social, para pacificarnos y pacificar; y para salir así de este ambiente anómalo de crispación en que vivimos en nuestra sociedad y también en nuestra Iglesia.

En segundo lugar, nos puede ayudar a redescubrir el silencio, frente al exceso de palabras y explicaciones. En sánscrito, upaya significa “recursos salvíficos”, diversos lenguajes con que predica el Buda, según la capacidad de cada oyente. No hay, dice, tres o cuatro vehículos distintos; son maneras variadas de conducir a cada persona al descubrimiento de¡ secreto único de la vida. Para salvarlos a todos, anuncia con diversos lenguajes una única verdad. Nos enseña a relativizar todo lenguaje y valorar el silencio.

En tercer lugar, el budismo nos aportaría capacidad de tolerancia, tan necesaria para librarnos de los excesos de dogmatismo, fanatismo y fundamentalismo que acarrean las tradiciones celtibéricas.

Finalmente, el budismo nos puede ayudar a redescubrir algo tan evangélico como la práctica de la compasión, la ternura, o agape, que nos libre de resentimientos, exclusivismos y discriminaciones.
Pasando de este modo por un éxodo pascua¡ de autocrítica, que nos depure, nos encaminaríamos hacia un pentecostés comunicativo, en el que nos dejásemos fecundar más y más mutuamente por las religiones hermanas.

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