martes, 1 de marzo de 2011

Cae otro delincuente pedófilo : El Maciel chileno.


Justo cuando empieza uno a sentirse especial por ser mexicano, resulta que nada es ni nuevo ni único bajo el sol. El emblemático caso de Marcial Maciel, otrora influyente líder de los Legionarios de Cristo, hombre estampa de la asociación entre poder económico, político y religioso, hoy fallecido y caído en la tumba de la desgracia moral y criminal, hizo escuela.

Por estos días, justo cuando se cumple un año del terremoto que devastó a Chile y le cambió el rostro a ese país, un temblor sacude los cimientos de la Iglesia católica en Santiago: el Padre Fernando Karadima, también influyente, carismático y cercanísimo a los círculos de poder reaccionarios ha sido condenado por el Vaticano por abuso sexual, incluyendo a menores.

No es una historia libre de retorcidos momentos, y hoy, los acusadores han sido reivindicados por la misma institución que durante años los ignoró, desprestigió y hasta difamó.

El Padre comenzó su asenso al poder durante —adivine— los años oscuros de la dictadura. Como párroco de la Iglesia del Bosque se alió con la crema y nata de la siempre selectiva derecha chilena, convirtiendo su misa en una especie de club de alta sociedad. Nadie que fuera “alguien” iba a una iglesia distinta; jóvenes con aspiraciones a superarse socialmente hacían lo que fuera —literalmente— para introducirse en el círculo de hierro del poderoso Padre con la esperanza de que les abriera la pesada puerta que separa a la gente de La Gente.

Igual que Maciel, Karadima era venerado por sus feligreses. Fieles hasta la médula, varias generaciones de pequeños conservadores pasaron por sus manos y siempre tuvo un séquito de incondicionales, con muchos de los cuales entabló perversas relaciones de manipulación y abuso sexual.

Décadas atrás surgieron las primeras acusaciones, pero fueron acalladas del mismo modo que con Maciel: acusados de mercenarios y perversos, sus víctimas fueron humilladas y ostratizadas. Mientras tanto, los testigos de las “tocaciones” y otras ondas similares eran sistemáticamente comprados: un par de millones para la cocinera, otros milloncitos para el jardinero, becas por aquí y becas por allá. Todo destinado a mantener un halo de silencio.

La aristocracia chilena seguía orgullosamente a este líder, defendiéndolo rabiosamente —las mismas mujeres que gritaban consignas pro Pinochet cantarían algunas ahora por Karadima—, demostrando que para los grupos sectarios hay algo más fuerte que la moral o incluso que la Biblia: la lealtad.

Una lealtad que tolera que se mate o se viole niños; una lealtad que justifica la corrupción y que encuentra un pretexto para todos los males. Cuando hace un año las acusaciones volvieron a salir a flote y los acusados, vilipendiados por los seguidores de Karadima, sostuvieron su piso, la estructura empezó a colapsar.

El entonces Cardenal Errázuriz, que durante años impidió cualquier investigación y se negó siempre a siquiera reunirse con las víctimas —así de poderoso era el entorno de Karadima en la curia— ahora ha hecho lo que suelen hacer los encubridores: salir a lamentar que haya gente que sufrió y asegurar que va a rezar durísimo por todos… sobre todo por el criminal, que sin duda fue asediado por el demonio mismo.

Y no es broma: alcaldes y funcionarios de ultra derecha hace poco tiempo ponían “las manos al fuego” por Karadima y hoy, que el mismo Vaticano lo encontró culpable, se dan aturdidos golpes de pecho: “Pero sí él me casó” dicen, en conmoción. Lo que hasta hace poco era un orgullo, hoy es sospechoso, un poco sucio. ¿Cuántos serán los que pasaron por las sábanas de Karadima pero hoy lo ocultan, aterrados del juicio social?

Por suerte, unos pocos se atrevieron y rompieron el silencio. Unos pocos valientísimos hombres que superaron la vergüenza y la condena y se rebelaron ante la crueldad de este sistema de lealtades siniestras.

La Iglesia, sin embargo, aprovechó hasta su última oportunidad para maltratarlos. El actual cardenal Ricardo Ezzati tuvo en sus manos por más de un mes la condena del Vaticano y se la guardó, pensándosela, sabiendo que cada día de duda era un día de dolor para las víctimas del Padre Karadima.

La humillación pública de Karadima es grande, pero no es para tanto: vivirá mantenido por la Iglesia, sin pagar por sus crímenes, por el resto de sus días. Igual que Maciel —asombrosamente igual— será otro caso en que el único consuelo será que todos admitan que sí, tenías razón: el malo era él y no tú.

No es mucho, pero en este mundo tan cruel e injusto, es mejor que nada.


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