martes, 1 de marzo de 2011

En homenaje a ellos. La lección de la intrahistoria.


Por Inés Riego de Moine

Buenos Aires.

Son miles, millones, miles de millones en el planeta. Son los hermanos más pobres de nuestra especie, los más débiles, los más vulnerables y frágiles.

Sus cifras porcentuales son apabullantes: por dar sólo un par de ejemplos, según el PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) 2.800 millones de personas en el mundo, casi la mitad de la población mundial, viven con 2 dólares diarios y 1.000 millones con tan sólo 1 dólar diario, mientras que el 90 % de la riqueza se concentra en el 20 % de la población mundial, sin mencionar los 1.000 millones que no tienen acceso al agua potable ni las escalofriantes estadísticas mundiales de niños que sufren desnutrición -muchos de los cuales mueren a corta edad- y no tienen acceso a la vital educación primaria. Las recientes muertes por desnutrición de niños aborígenes en Tartagal, Salta (norte argentino) no son más que la denigrante muestra de esta vergonzante verdad.

Pero sus rostros, como los de estos niños y sus familias, dicen más que las cifras porque conviven a diario con nosotros en este sur del planeta y tantas veces nos negamos a ‘verlos’. Son los que buscan y ocupan un techo deshabitado para vivir con dignidad y no arderse bajo el sol del verano y los llamamos ‘ocupas’, sin más. Son los padres y madres de familias numerosas -que en Argentina llamamos ‘jefes y jefas de hogar’- que deambulan día y noche por la ciudad procurando llevar algo de alimento para su prole.

Son los jóvenes idealistas que salen con su grupo a defender un derecho, una idea, un acto de justicia, y son devueltos a su familia en un ataúd. Son los adictos de toda índole, presos tras las rejas de la sustancia o la inconducta que los fascina porque nadie acudió a colmar su vacío de sentido existencial ni ningún sistema educativo previno su drama. Son las personas comunes, ciudadanos de a pie, que trabajan incansablemente en miles de oficios, profesiones y servicios sin que descoyen en su actividad ni que sean nota de prensa jamás aunque las injusticias diarias los golpeen especialmente, pero ellos siguen firmes.

Son los hombres y mujeres que pasan silenciosamente la vida cuidando, curando, conteniendo y guiando a niños, ancianos y enfermos recibiendo a cambio tan sólo la alegría del servicio cumplido. Son los abandonados por los suyos, solos con su dolor tatuado en las lacras de su piel, en sus enfermedades físicas y mentales, en su pobreza fruto del no hacer nada con la propia vida, y que sin embargo saben regalarte una sonrisa cuando los abrazas… Y la lista podría ser interminable.

Ellos conforman nada más y nada menos que la humanidad real, nuestros hermanos más postergados y anónimos, el suelo nutricio de la humanidad que constituye su sustancia y su sentido, eso que Miguel de Unamuno denominó insuperablemente “intrahistoria”. Tan real y operante como la historia misma, a la que entendía como “esta pobre corteza en que vivimos”, la intrahistoria es en relación a ella “el inmenso foco ardiente que lleva dentro”. Como el magma ardiente que no vemos lo es a la corteza terrestre que vemos. Así leemos en uno de sus primeros escritos de juventud, En torno al casticismo: “Los periódicos nada dicen de la vida silenciosa de los millones de hombre sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna, esa labor que como la de las madréporas suboceánicas echa las bases sobre las que se alzan los islotes de la historia. Sobre el silencio augusto, decía, se apoya y vive el sonido, sobre la inmensa humanidad silenciosa se levantan los que meten bulla en la historia. Esa vida intrahistórica, silenciosa y continua como el fondo mismo del mar, es la sustancia del progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna…”[i].

Es tradición eterna -de tradere, que equivale a entrega, traspaso, transmisión- porque trae consigo el reservorio esencial de la humanidad, legado de los siglos, que entregará a la siguiente generación como tesoro a cultivar y mejorar o como lectio divina, es decir, aprendizaje sin igual de lo que nos hace mejores seres humanos por devolvernos a nuestra esencia eterna. “Para los que sienten la agitación, nada es nuevo bajo el sol, y éste es estúpido en la monotonía de sus días; para los que viven en la quietud, cada nueva mañana trae una frescura nueva”[ii].

Pero quizás a este primer Unamuno joven se le olvidó insistir precisamente en esto: que la gente de la intrahistoria profunda, en su monotonía y quietud, resulta ser también la mejor lección de la vida. Pues son ellos los que nos impulsan a vivir y a soñar intensamente porque su existencia pone al desnudo la hondura casi insondable de la finitud, cuyo borde doloroso, vulnerable y pobre es el que más nos cuesta ver, incluso en la propia vida.

Vivimos desencantados y resentidos, desesperanzados y faltos de alegría, porque todavía nos resistimos a tocar el manto del ‘pobre’ -resumiendo en esta palabra el todo de la menesterosidad humana- permitiendo que el encanto de su nada nos bendiga. Olvidamos, de pura soberbia, intelectual o existencial o ambas, que la clave de una existencia plena de sentido viene de la mano de la humildad que nos libera del egocentrismo haciéndonos pequeños como niños, y nos obliga a reconocer una vez más con San Juan de la Cruz que “para venir a lo que no eres, has de ir por donde no eres”[iii].

¿Y esta negación esencial cómo se entiende? Sólo desde la convicción que hay una trascendencia que cobija la nada que traspasa a todo hombre y que esta nada adquiere un sentido único en el orden del amor que rige el universo. Pero, además, en esta gesta personal de “venir a lo que no eres por lo que no eres” no hay recetas para dar ni discursos salvadores, sólo testigos, sólo maestros, sólo intrahistoria… Y finalmente cada uno anclará su esperanza y su acción allí donde mejor le quepa: o bien en Dios para el creyente, su fuente primordial, o bien en su propia desilusión, en su nudo desasosiego, en su dolorosa desesperanza, en su pura nada. Pero muchas veces es justamente lo menesteroso de esos rostros inesperados que aprendemos a mirar, actores de la intrahistoria, el camino que se nos abre lleno de gracia.

Pero aún podemos ir por más: el más desvalido de la intrahistoria, ése del que a veces dudamos sea una persona, puede convertirse en guía y maestro de vida, porque él en su fragilidad inagotable es la expresión más poderosa del amor de Dios y por ende de la humanidad en mí. Dios lo ama y yo lo sé, y sólo por este hecho él deja que yo cure las heridas de mi egoísmo y mi soberbia, de mi autosuficiencia y mi individualismo.

No me cansaré de repetir a Henri Nouwen en su bellísimo libro Adam, el amado de Dios: “Adam, que no pronunció jamás una sola palabra, se convirtió poco a poco en [iv]un auténtico manantial de palabras que me permitieron expresar mis más profundas convicciones de cristiano en los umbrales del tercer milenio. Con su vulnerabilidad, me sirvió de apoyo firme para anunciar la riqueza de Cristo. Él, que no podía indicarme que me reconocía, podría ayudar a otros, a través de mí, a reconocer la presencia de Dios en sus vidas”[v][vi].

Por todo esto, el homenaje a ellos será siempre deficiente hasta que sus lecciones queden grabadas a fuego en nuestras conductas y elecciones cotidianas y aprendamos que el necesario “tocar pobre”, expresado por Carlos Díaz como imperativo moral del personalismo comunitario, nos invita a algo más que a un acto de beneficencia solidaria para lavar conciencias.

Pero el verdadero homenaje a ellos no se escribirá en un discurso más, se cumplirá el día en que la lección dolorosa de la intrahistoria se convierta en canto porque el maestro aprenderá de la mirada triste del alumno, el universitario irá a las aulas de los pobres, el político hará de su vocación un ministerio santo, el empresario compartirá las ganancias con sus obreros y el joven se sentará a escuchar con avidez la sabiduría del viejo… Porque definitivamente florecerá la justicia del amor en el resplandor de su misericordia.

¿Planteo demasiado idealista? No lo creo, todo depende de nosotros.+ (PE)

Fuente:ApiaVirtual

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