viernes, 1 de abril de 2011

Ordenar mujeres en la Iglesia a los ministerios: afirmación de la igualdad deseada por Dios entre hombres y mujeres.


Leopoldo Cervantes-Ortiz, México

¿O es que acaso estamos sirviendo en una Iglesia ―la cúpula― corrompida y extasiada por la ambición de poder en todos los sentidos, sin importarle realmente la causa de Cristo?[1]

Eva Domínguez Sosa

1. Una iglesia más democrática e inclusiva

Uno de los problemas que las iglesias han enfrentado es la articulación entre la participación de hombres y mujeres en igualdad de circunstancias. El sueño de una iglesia más democrática, esto es, de una comunidad en donde el servicio, la misión y el poder se ejerzan y practiquen de la manera más horizontal posible se ha cumplido apenas parcialmente. Y es que a veces la tendencia es a posponer o disimular las prioridades en el sentido de que la composición de las iglesias es plural y reclama respuestas y acciones concretas. Hay que ver cómo, en el ámbito sociopolítico, se habla de la necesidad de establecer “cuotas” o una proporción cada vez más equitativa en la presencia de mujeres y cómo pasan los años y el número mínimo de mujeres en puestos públicos no se cumple. Parece que este tipo de decretos verticales no consiguen afianzarse por múltiples razones, entre ellas, se dice, porque no hay suficientes mujeres calificadas. ¿Y cómo las va a haber si el círculo perverso de la marginación, el hostigamiento y la descalificación hacen que, por ejemplo, la remuneración ni siquiera sea la misma? El sistema está hecho y funciona para impedir que las mujeres tengan acceso a los espacios de decisión porque su presencia en ellos es un peligro que pone en riesgo, se afirma también (muchas veces implícitamente) su estabilidad. Lamentablemente, democracia no es sinónimo de inclusión y por eso la lucha no termina sino hasta que se alcanzan prácticas comunitarias justas y equitativas.

La necesidad de que las mujeres reciban el reconocimiento y la dignificación de su trabajo eclesiástico con el mismo estatus de los pastores, sacerdotes, ancianos y diáconos, puede y debe ser planteada en el marco de las transformaciones sociales de las últimas décadas, a partir de las cuales resulta inexplicable la ausencia del conglomerado femenino en puestos dirigentes o clave. La innegable fortaleza que las mujeres dan a las iglesias, más allá del estereotipo de la sensibilidad específica que complica en ocasiones la comprensión de su participación efectiva, no se ha traducido del todo a la institucionalización. La existencia de órdenes femeninas en el catolicismo, al no encontrar equivalentes en las demás iglesias, hace que dicho trabajo cumpla una labor de invisibilización sistemática a pesar de que representen espacios de poder y desarrollo de proyectos muy específicos. Porque no deja de ser incómodo el hecho de que las altas jerarquías sigan impulsando la cultura de la marginación religiosa por cuestiones de género mediante la imposición de “machos consagrados” (consejeros o representantes) que supervisan la ortodoxia y el apego a los lineamientos oficiales.

Para superar esta problemática, la perspectiva bíblica, histórica y teológica que preside la investigación de Osiek y Madigan sobre las Mujeres ordenadas en la Iglesia primitiva podría desactivar, si se utiliza bien, la resistencia de las instituciones eclesiásticas que se resisten a incluir a las mujeres en su nómina, dado que al acudir a las fuentes de las dos tradiciones antiguas de la Iglesia se cubren aspectos que no siempre se utilizan cuando se quiere defender o atacar la ordenación de las mujeres a los ministerios eclesiásticos.[2] El primer paso, la clarificación lingüística de los términos usados para referirse a las mujeres con cargos dentro de la Iglesia inicial, es básico para deslindar, desde las palabras mismas del Nuevo Testamento, la forma en que debe entenderse la presencia de las mujeres: presbíteras y diaconisas, con la carga semántica que podía (y puede aún) enmascarar tendencias misóginas susceptibles de manipular las conciencias para reproducir indefinidamente el orden patriarcal establecido.

2. La imagen de Dios perdida y recuperada

Según el primer relato de la creación del Génesis, la humanidad fue creada por Dios en una dualidad que representó, durante mucho tiempo, un misterio biológico. Las diversas culturas han coincidido en que, mediante una cadena de procesos de sometimiento, la mayor fuerza muscular masculina hay sido el sostén de los sistemas de sometimiento de la presencia femenina. No obstante, el propio texto, en su búsqueda de explicar el misterio de los dos géneros, acepta y proclama la igualdad en el origen divino de los hombres y mujeres. Dios decidió crear al ser humano “a su imagen y semejanza”, es decir, parecido a él, incluyendo a las mujeres en este parecido (1.26-27). Porque a la pregunta: “¿Quién se parece más a Dios: ¿los hombres o las mujeres?”, la respuesta ha sido más que evidente en la vida práctica de la humanidad. La narración del Génesis continúa hasta que aparece la otra versión de los hechos, la sacerdotal, en la que contra todas leyes de la biología, la mujer procede del cuerpo del varón. Esta versión suplementaria, procedente de otra tradición teológica, tenía como propósito justificar la sumisión femenina mediante un argumento que en su época era irrebatible, pero cuya fuerza simbólica debe ser leída hoy justamente en términos de la complementariedad humana y no ya como una afirmación tajante, como la de Pablo siglos después, en el sentido de que como la mujer fue creada después y pecó primero, debe aceptar su estatus supuestamente inferior como voluntad de Dios (I Ti 2.13-15).

3. Las discípulas y apóstolas de Jesús: de la invisibilidad a la misión

De modo que, entre líneas, bien podría decirse que Tamar, Rahab, Rut y Betsabé, además de las no mencionadas, son madres espirituales, no sólo de las mujeres del llamado “Nuevo Testamento”, sino de todo el pueblo de Dios, pues su invisibilización implica borrar buena parte de la memoria histórica de la fe. Entre las mujeres anónimas de los evangelios están la suegra de Pedro, la mujer con flujo de sangre, la hija de Jairo, la mujer sirofenicia, la viuda pobre y la mujer que unge a Jesús en Betania, la samaritana, la mujer no apedreada, la esposa de Pilato, entre otras. Todo ello sin contar el resto de los libros. Pero en las menciones “canónicas”, el grupo no es pequeño: María, la madre de Jesús, Marta y la otra María, sus amigas, María Magdalena, apóstola y amiga, y, en los Hechos y las epístolas, Febe, Priscila, Lidia, Julia, Trifena y Trifosa, también entre muchas.[3]

Con todo, cuando Elisabeth Schüssler-Fiorenza realizó su reconstrucción feminista de los orígenes del cristianismo, el modelo de mujer que le sirvió como punto de partida fue quien ungió a Jesús en Mr 14.1-9, debido a la conclusión del propio texto: “Dondequiera que se proclame la Buena Nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho, para memoria de ella”. He aquí la palabra clave, memoria, porque como bien explica esta autora: “La profética acción simbólica de la mujer no forma parte de lo que la mayor parte de los cristianos han retenido del Evangelio. Incluso su nombre se ha perdido para nosotros. Allí donde se proclama el Evangelio y se celebra la Eucaristía se cuenta otra historia: la del apóstol que traicionó a Jesús. Se recuerda el nombre del traidor, pero se ha olvidado el de la discípula fiel por el mero hecho de ser una mujer”.[4]

Pero el análisis va más allá y Schüssler explica que en Juan la mujer es identificada con María de Betania, pero que el relato enfatiza su carácter de pecadora.

Según la tradición fue una mujer quien nombró a Jesús [como hacían los profetas con los reyes] por medio de su profética acción-símbolo. Era una historia políticamente peligrosa. [...]

Marcos despolitiza así la historia de la pasión de Jesús, desplazando, primero, la responsabilidad de su muerte de los romanos a las autoridades judías y, segundo, definiendo teológicamente el mesianismo de Jesús como título de sufrimiento y muerte[5]

El matiz relacionado con las discípulas es bastante claro:

Mientras, según Marcos, los principales discípulos varones no comprenden este mesianismo sufriente de Jesús, lo rechazan y finalmente le abandonan; las discípulas que han seguido a Jesús de Galilea a Jerusalén se revelan de inmediato como el auténtico discipulado en el relato de la pasión. Ellas son las verdaderas seguidoras (akolouthein), comprendiendo que su ministerio no era la soberanía y la gloria sino diakonia, “servicio” (Mr 15.41). De esta manera, las mujeres aparecen como las verdaderas ministros y testigos cristianos. La mujer anónima que señala a Jesús con una profética acción-símbolo [....] es el paradigma del verdadero discípulo. Mientras que Pedro había confesado, sin comprenderlo realmente, “Tú eres el ungido”, la mujer, ungiendo a Jesús, reconoce claramente que su mesianismo significa sufrimiento y muerte.[6]

De modo que aunque los autores masculinos de los textos dejaron en el anonimato a varias mujeres, el propio pasaje subraya la importancia de la acción de la mujer y así el paradigma femenino del seguimiento de Jesús es un hecho irrefutable porque, como comenta también Schüssler Fiorenza: “Mientras los autores post-paulinos intentan estabilizar la frágil situación social del discipulado de iguales insistiendo en la dominación patriarcal y en las estructuras de sumisión —y esto no sólo en relación con la casa sino también en relación con la Iglesia— los escritores del Evangelio se sitúan en el otro extremo de la ‘balanza’. Insisten en la conducta y el servicio altruistas como praxis y ethos apropiado del liderazgo cristiano”.[7] Y eso es precisamente lo que hacen por su lado Marcos y Juan, pues ambos enfatizan el servicio y el amor como centro del ministerio de Jesús y exigencia principal del discipulado.

Marcos usa tres verbos para definir el discipulado femenino: le seguían en Galilea, le servían y “habían subido con él a Jerusalén” (15.41). En otras palabras, tomaron la cruz con y como él, aceptaron el riesgo de ser ejecutadas (8.34). Ellas verdaderamente abandonan todo y le siguen en el camino amargo y trágico de la cruz. Marcos presenta a las mujeres al pie de la cruz como los primeros testigos apostólicos más eminentes. Al final del evangelio, aparecen como ejemplos del discipulado sufriente y del verdadero liderazgo, no ligado al ejercicio del poder según la manera establecida. La comunidad cristiana post-pascual “debe luchar para evitar el esquema de dominación y sumisión que caracteriza el entorno socio-cultural. Aquéllos que están más lejos del centro del poder religioso y político, los esclavos, los niños, los gentiles, las mujeres, se convierten en el paradigma del verdadero discípulo”.[8]

4. La necesidad de una sana relectura bíblica como norma interpretativa actual

A partir del bautismo de mujeres convertidas, éstas entran en un proceso de reconstrucción existencial, donde no deja de haber conflictos, influidos por la ansiedad escatológica del momento, como en el caso del matrimonio Ananías-Safira. La relación vida cotidiana-vida eclesial se da en términos lineales, donde la segunda invade a la primera proyectándola hacia los fines de la promoción del Reino de Dios. La expansión de la Iglesia se dará a partir de las casas, es decir, de espacios familiares que van a sustituir la artificiosidad de los templos. Si el espacio doméstico se entiende todavía hoy como un reducto privilegiado de lo femenino, el hecho de utilizar las casas para los servicios litúrgicos y para la experimentación de la vida comunitaria, reivindica lo femenino en la medida en que las anfitrionas eran las encargadas de darle vida a la Iglesia. Incluso gente como Lidia, que aparece sin una figura masculina a su lado (Hch 16.13-15), va a diferenciarse por dos características: era una rica comerciante, es decir, empresaria; y tenía el don de “forzar a aceptar”. Dado que Pablo aparece desde los Hechos como un personaje fundamental, vale la pena situar su experiencia en relación con la mujer y las prácticas liberadoras de la Iglesia apostólica en ese documento:

Pablo al convertirse entra en una comunidad donde no existe distinción religiosa alguna entre el hombre y la mujer. Los apóstoles jamás dudaron en bautizar a las mujeres. El Espíritu Santo desciende por igual sobre hombres y mujeres. Estas son discípulas de Jesús con iguales derechos que los hombres. Las mujeres hacen de anfitrionas en las asambleas, pues la liturgia se celebra en las casas. La madre de Juan Marcos es testigo de ello en Jerusalén. Y ellas poseen carismas, cuyo ejercicio no es coartado en modo alguno por las autoridades oficiales. Se puede leer Hch 21.9: Felipe, el evangelista, uno de los siete, tenía cuatro hijas vírgenes que profetizaban.[9]

En este sentido, podría hablarse, incluso, que Pablo tuvo que convertirse o, al menos, adaptarse a la nueva situación de las mujeres en el pueblo de Dios. No obstante, sus discípulos radicalizan la oposición a este estatus y promueven la “normalización” del mismo mediante algunos textos que se han vuelto paradigma del rechazo al papel dirigente de las mujeres en la Iglesia. Genest relee algunos de ellos como sigue:

El marido es el jefe de la mujer..., sí, pero si la mujer procede del hombre, también el hombre mediante la mujer, y todo viene de Dios (I Cor 11.12).

Que las mujeres se callen..., sí pero toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta deshonra su cabeza (I Co 11.5), texto en el que no se reprueba el hecho de orar en alta voz, de profetizar, de tomar la palabra en la asamblea. El reproche se dirige exclusivamente a la modalidad de esta acción pública, a tener la “cabeza descubierta”.

No permito que enseñe la mujer [I Tim 2.12]..., sí pero profetizar consiste en edificar, en el sentido de construir; por consiguiente, en aportar una forma de enseñanza proveniente del Señor.

La seducción no comenzó por Adán..., sí pero así como por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte (Ro 5.12 y la larga comparación de los dos a Adán que jamás va de Eva a Jesucristo). La responsabilidad de la caída reace sobre Adán como jefe, como personalidad que engloba a toda la raza humana. En la mentalidad de los pueblos de la Biblia, una mujer jamás tendría peso suficiente para producir una flexión en la historia de la humanidad.[10]

Además, en el ambiente que conoció Pablo, las mujeres gentiles vivían una emancipación mayor que la permitida a las judías y, como señala Genest, resultaría muy difícil evitar que ellas ejercieran su iniciativa en las iglesias, una vez convertidas a Jesucristo. Pablo tenía que haberlo entendido mejor que los apóstoles palestinenses. Con esto nos situamos ya en el terreno de la eclesialidad, el cual se finca en los supuestos antropológicos que manejaba Pablo respecto de la mujer, y que le han granjeado tanto enemigas como amigos. El tratamiento tan afectuoso que Pablo manifiesta hacia varias hermanas de la comunidad de Roma en los ya clásicos saludos de Romanos 16, Filipenses 4.2 y Filemón 2, atestigua su aprecio por las funciones que ellas ejercían dentro del trabajo eclesial. Es bien claro que Pablo había encomendado a estas mujeres unas responsabilidades más relevantes que las que en la actualidad se les asignan a las cristianas del siglo xx. En 110, Plinio el Joven, en una carta dirigida al emperador Trajano, se refiere al arresto de dos cristianas importantes llamadas ministrae, sometidas a tortura por su carácter de esclavas: ¡ministras y esclavas, simultáneamente, en el seno de la comunidad cristiana!

5. Mujeres ordenadas en la historia de la Iglesia

La invisibilización de que han sido objeto las mujeres en la historia de la iglesia como proyecto masculino debe dar paso hoy al reconocimiento formal de los hitos en los cuales su liderazgo y ministerio fue una realidad y de que ellos pueden servir también para dignificar su colaboración al servicio del Reino de Dios en el mundo. El famoso teólogo alegórico Orígenes interpretaba así un pasaje como Romanos 16.1:

“Os recomiendo a Febe...”. Este pasaje enseña con autoridad apostólica que las mujeres también están constituidas (constituti) en el ministerio de la Iglesia (in ministerio ecclesiae), oficio en el que se estableció a Febe en la iglesia de Cencreas. Pablo, con grandes elogios y alabanzas, enumera incluso sus magníficas obras… Y por ello este pasaje enseña dos cosas de igual manera y su significado se ha de interpretar, como ya hemos dicho, como que las mujeres han de considerarse ministras (haberi... feminas ministras) de se debe admitir en el ministerio (tales debere asumi in ministerium) a quienes han prestado sus servicios a muchos; por sus buenas obras se merecen el derecho de recibir alabanza apostólica.[11]

En esta línea, otra práctica importante, en el ámbito reformado, de relectura de la tradición, es el libro Women, Freedom and Calvin, de Jane Dempsey Douglass, ex presidenta de la Alianza Reformada Mundial y profesora del Seminario de Princeton, donde aproxima críticamente la visión de las mujeres acerca de la libertad eclesiástica en la teología calvinista.[12] Un reseñista de este volumen cita las palabras de Georgia Harkness, quien escribió en 1931: “No es accidente que la Iglesia Presbiteriana haya rechazado ordenar mujeres... Calvino mismo no lo habría hecho”.[13] Y agrega que Dempsey Douglass “argumenta que el abordaje de Calvino al material bíblico sobre el papel de las mujeres en la iglesia ‘puede usarse en apoyo de la ordenación de las mujeres’”. La autora no convierte a Calvino en un ardiente feminista, pero reconoce que Calvino “estaba abierto al cambio futuro sobre bases teológicas, aun cuando estaba dominado por los prejuicios de una sociedad patriarcal”. [14] Señala también que este libro estaba llamado a ser “el estudio básico sobre los puntos de vista de Calvino acerca del papel de la mujer en la Iglesia pues coloca la obra del reformador “en el contexto amplio de su sentido dinámico del orden”.[15]

Dempsey Douglass resume su estudio diciendo que “la persistente enseñanza de Calvino acerca del silencio de las mujeres en la Iglesia es un asunto limitado a los tiempos apostólicos más que una ley divina para cualquier época y que es un ejemplo de su apertura hacia un cambio mayor en el futuro”.[16] Estas alusiones a la apertura de Calvino “sugieren que él previó una transformación gradual en los órdenes natural y eclesiástico llevada a cabo por los valores del Reino”.[17]Calvino “previó circunstancias en las cuales la extraordinaria predicación de las mujeres podría ocurrir como el distante y reciente pasado. La interpretación de nuestras circunstancias, no previstas por él, a la luz del material bíblico, ha llevado a la mayoría de los cristianos a creer que la predicación por parte de las mujeres es parte de la normalidad actual de la iglesia”.[18]

En un análisis inquietante, Marcella Althaus-Reid ha señalado las fases del desarrollo de la teología feminista y su relación con la ordenación de las mujeres. Según ella, a una etapa inicial, la teología feminista de la primera ola, cuyo paradigma fue el de la igualdad de papeles, le siguió la teología feminista de la liberación, que destacó el género y cuestionó, desde el Tercer Mundo, el marco liberal de las teologías feministas. La tercera fase radicaliza su análisis y va más allá del género, al plantear cómo las identidades sexuales han sido dictaminadas desde el patriarcalismo[19] En este esquema, afirma, la ordenación no debería ser un tema por discutirse en pleno siglo XXI, pues parece mentira que después de tanto tiempo no se haya reconocido cabalmente cómo “una teología se compone de una compleja mezcla de ideologías en pugna o contradicción, como en el caso de algunas teologías liberales que incluyen el sometimiento de la mujer en la iglesia, cuando el mercado exige su participación plena”. De ahí que, agrega “algunas mujeres hayan dicho que las iglesias les producen esquizofrenia: les exigen una conducta que no pueden aplicar en el mundo, donde se desempeñan, por ejemplo, como profesionales”.[20] Sus observaciones sobre las teologías feministas son incisivas:

La teología de género tuvo y tiene su agenda. No contribuyó a una crítica de la teología sistemática. La teología feminista de liberación (TFL) leyó la Biblia sin el liberalismo que nutría a muchas compañeras en otras partes del mundo, pero no cuestionó los conceptos de gracia, de redención. Releyendo la Biblia se buscó la presencia de Dios en la vida de las mujeres pobres, oprimidas y silenciadas de la Escritura y de la iglesia, sin percibir que la búsqueda estaba ya condicionada en la misma Escritura. Ahora bien, más que la ordenación de las mujeres, el tema de la TFL de la primera ola fue el reconocimiento de las mujeres que trabajaban en comunidades de base, en solidaridad con los pobres.[21]

6. Convertirse a “la causa de las mujeres”

Una iglesia que tuvo entre sus iniciadores a una misionera reconocida como lo fue Melinda Rankin requiere hoy dar una respuesta en términos de confesión y conversión. Confesión, por los años de silencio a que ha confinado a las mujeres. Y conversión para que, mirando hacia adelante, las circunstancias puedan cambiar. De otra manera, seguirá viéndose como una labor de segunda categoría la enorme labor que realizan las mujeres precisamente como misioneras, maestras y obreras en todo el campo presbiteriano. Las estudiantes egresadas de las escuelas y seminarios bíblicos necesitan tener claro el horizonte de fe y acción al que el Señor Jesucristo las ha llamado. De ahí la urgencia de que una adecuada determinación sobre el asunto coloque a la INPM en condiciones de aceptar que ha escuchado la voz de Dios a través de la presencia y acción de las mujeres guiadas por el Espíritu Santo.

Si hacemos caso al llamado del Señor, se abre toda una veta para alimentar nuestra confesión al pensar en el rostro de Dios que transmitimos al impedir que muchas de sus hijas lo representen oficialmente en la Iglesia… Algunos datos históricos vienen en nuestro auxilio, no tanto para hacer menos doloroso el mea culpa, sino para tratar de abrir los ojos ante las realidades cambiantes que nos han tocado de cerca en México y América Latina. Hace varios años, el doctor Eliseo Pérez Álvarez, como parte de un recuento de mujeres en la historia de la Iglesia, rescató el nombre de la primera alumna egresada del Seminario Teológico Presbiteriano de México (STPM), Eunice Amador de Acle, en 1951, dos años antes de que se otorgara el voto a las mujeres en México.[22]

Y qué decir de Evangelina Corona Cadena, ex costurera y diputada federal entre 1991 y 1994, cuyo testimonio acerca de la ordenación al ancianato sacude conciencias cada vez que lo presenta y da fe de su prolongada militancia cristiana.[23] La Iglesia Presbiteriana de Estados Unidos (PCUSA) ordenó en 2007 a Rosa Blanca González, otra egresada del STPM, como Ministra de la Palabra y de los Sacramentos como parte de un proceso de integración a los ministerios hispanos, exteriormente, pero también para culminar un desarrollo personal que no necesariamente contemplaba de haber seguido militando en la INPM.[24] Eva Domínguez Sosa, egresada también del STPM, fue ordenada en la Iglesia Evangélica Española en 2010, y en una reciente visita por su lugar de origen se supo que fue vetada por la Iglesia Presbiteriana para predicar como invitada en alguna iglesia o congregación.

De modo que estamos ante una oportunidad histórica para atender las nuevas circunstancias a las que nos llama el Señor Dios, soberano de vidas, dueño del Universo entero, y único conductor absoluto de Su iglesia en el mundo.



[1] L. Cervantes-Ortiz, “Una confirmación del llamamiento de Dios. Entrevista a Eva Domínguez Sosa”, en Lupa Protestante,6 de marzo de 2010, www.lupaprotestante.com/index.php/opinion/2097-entrevista-con-eva-dominguez-sosa-ordenada-recientemente-por-la-iglesia-evangelica-espanola.

[2] Carolyn Oziek y Kevin J. Madigan, Mujeres ordenadas en la Iglesia primitiva. Una historia documentada. Estella, Verbo Divino, 2006 (Aletheia, 2).

[3] Cf. E. Tamez, Las mujeres en el movimiento de Jesús, el Cristo. Quito, CLAI, 2003. En este libro, la autora cuenta la historia asumiendo la voz de Lidia, lideresa de la iglesia apostólica.

[4] E. Schüssler Fiorenza, En memoria de ella. Una reconstrucción teológico-feminista de los orígenes del cristianismo.Trad. María Tabuyo. Bilbao, Desclée de Brouwer, 1989 (Iglesia y sociedad, 18), p. 15.

[5] Ibid., p. 16.

[6] Idem.

[7] Ibid., p. 377.

[8] Ibid., p. 386.

[9] O. Genest, “Pablo y el feminismo”, en Varios autores, La Biblia, libro para hoy. Madrid, Paulinas, 1987, p. 127.

[10] Ibid., pp. 122-123.

[11] Cit. por C. Osiek y K. Madigan, op. cit., pp. 35-36.

[12] J. Dempsey Douglass, Women, Freedom & Calvin. Philadelphia, Westminster Press, 1985. Cf. Reseña de David Foxgrover en Theology Today, vol. 43, núm. 2, julio de 1986, en http://theologytoday.ptsem.edu/jul1986/v43-2-bookreview2.htm.

[13] David Foxgrover en Theology Today, vol. 43, núm. 2, julio de 1986, en http://theologytoday.ptsem.edu/jul1986/v43-2-bookreview2.htm.

[14] Idem.

[15] Idem.

[16] J. Dempsey Douglass, op. cit., p.

[17] D. Foxgrover, op. cit.

[18] Idem.

[19] M.M. Althaus-Reid, “Sobre teologías feministas y teologías indecentes: panorama de cambios y desafíos”, enCuadernos de Teología, Buenos Aires, Instituto Universitario ISEDET, vol. XXII, 2003, pp. 123-133.

[20] Ibid, p. 124.

[21] Ibid, pp. 127-128.

[22] Cf. E. Pérez-Álvarez, “Teología de la faena; un asomo a los ministerios cristianos desde la Iglesia Apostólica hasta la Iglesia Imperial”, en Tiempo de hablar. Reflexiones sobre los ministerios femeninos. México, Presbyterian Women-Ediciones STPM, 1997, p. .

[23] E. Corona Cadena, Contar las cosas como fueron. México, Documentación y Estudios de Mujeres, 2007.

[24] Cf. Mary Giunca, “La esposa de un pastor presbiteriano mexicano será ordenada en la Iglesia Presbiteriana de Estados Unidos”, en Boletín Informativo del Centro Basilea de Investigación y Apoyo, núm. 26, abril-junio de 2007, p. 28,http://issuu.com/centrobasilea/docs/bol26-abr-jun2007.


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