lunes, 18 de julio de 2011

A Su Imagen Y Semejanza.


Por Susana Merino.
Buenos Aires.

Dos vertientes se derraman desde la cumbre bíblica, tratando de encontrar casi infructuosamente argumentos explícitos que respalden la imposición o no del celibato eclesiástico pero son pocas, escasas, las referencias que justifiquen la decisiva importancia que dentro de la iglesia católica se le ha venido asignando a través de los siglos.
Tanto dentro del Antiguo como del Nuevo Testamento son numerosas las exhortaciones a la caridad, al amor al prójimo, a la abnegación, a la hospitalidad, a la justicia, a la misericordia, a la paciencia, a la piedad o las prevenciones contra la ira, la mentira, el odio, el orgullo, la usura, la soberbia, la avaricia como “causa de todos los males” y a la que San Pablo califica como una “especie de idolatría”, pero casi ninguna referente a la preferencia del celibato sobre la vida conyugal a excepción de las recomendaciones, aunque no taxativas, del mismo apóstol a Timoteo (4.12 y 5.22 en que le aconseja “castidad” y pureza).
Sería injusto no reconocer que también Mateo hace referencia a la castidad (Mt. 19.10/12) pero en la que precisamente destaca su carácter de voluntaria aunque del Eclesiástico (Eclo 36.24) surge como más recomendable que el hombre no permanezca célibe, cuando dice: “El que tiene una mujer tiene ya el comienzo de la fortuna, una ayuda semejante a sí y columna en qué apoyarse”
Contrariamente en casi todo el Antiguo Testamento, la esterilidad y por consiguiente la incapacidad de engendrar vida, es considerada casi un oprobio y motivo de súplicas y de invocaciones a Yaveh para no morir sin descendencia. Y así desde Abraham y Sara, pasando por Isaac y Rebeca, Jacob y Raquel y llegando hasta Zacarías e Isabel fueron bendecidos con hijos aún edad provecta porque como dice el profeta Isaías: “Así como la lluvia y la nieve descienden del cielo y no vuelven a él sin haber empapado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, para que dé la semilla al sembrador y el pan al que come, así sucede con la palabra que sale de mi boca: ella no vuelve a mí estéril sino que realiza todo lo que yo quiero y cumple la misión que yo le encomendé” (Is 55, 10-11).
No intento ni siquiera mínimamente ser exégeta de la Biblia ni mucho menos adentrarme en su hermenéutica pero hay una expresión básica del Génesis que me lleva a reflexionar: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gen. 1:26) y que automáticamente me transporta a las figuras miguelangelescas de la Capilla Sixtina, es decir a la imagen de un magnífico señor de barba tupida y pelo cano que aproximándose apenas a otro ser, fundacional, le transfiere generosamente su propia y singular energía para comenzar a compartir con él la chispa de la vida.
Porque ¿de qué otra manera de puede interpretar esa “imagen y semejanza” con el Creador, sino con esa capacidad de dar vida y vida espiritual que nos vuelve únicos sobre la faz de la tierra? No parece lógico suponer que esa semejanza pueda referirse específicamente a los aspectos físicos de los seres humanos sino más bien a nuestra capacidad de convertirnos en co-creadores de las sucesivas generaciones que desde sus orígenes habitaron y habitamos el planeta.
Creo que estos veinte siglos de cristianismo no han destacado lo suficiente el misterio del amor que se hace carne y espíritu convirtiéndonos en partícipes permanentes de la suprema creación y que desestimar la importancia de este don, cuya gratuidad estamos por otra parte lejos de valorar, constituye casi una ofensa para el mismo Dios que manifestamos amar.
Renunciar voluntariamente a estar dispuesto a generar nueva vida, cuando es el mismo Dios quién nos impartió el mandato de “creced y multiplicaos” no parece ser la mejor manera de honrarlo, aun cuando se esté inspirado por los más nobles fines. Cuanto más grave parece ser la imposición eclesiástica del celibato a aquellos seres que se hallan convocados a ejercer el ministerio y la pastoral cristianos.
En los primeros siglos del cristianismo no existía la dicotomía o sacerdote célibe o seglar casado, dado que Cristo no hizo sobre esa base acepción de personas y solo invitó a seguirle a quienes creyeran y compartieran su mensaje.
Fue en los primeros Concilios, el de Elvira en España, luego el de Nicea (actualmente Turquía) y el de Tours en Francia los que fueron generando progresivamente la idea de que los sacerdotes, muchos de ellos casados, debían dejar a sus esposas y permanecer nuevamente “solteros”. Ello no obstó para que aún después hubiera hasta Papas casados o dispuestos a renunciar al Papado para casarse como lo hiciera el Papa Bonifacio IX, a principios del siglo II. Posteriormente los Concilios de Letrán I y II decretaron la nulidad de los casamientos clericales y ya en el siglo XVI el Concilio de Trento termina por establecer que el celibato y la virginidad son superiores al matrimonio, con lo que va perfilándose el canon que exige a los aspirantes al orden sacerdotal el voto de celibato.
Sin embargo ya Juan XXIII, en 1963 durante el Concilio Vaticano II manifestó que el matrimonio es equivalente a la virginidad y hasta el Papa actual, cuando era Cardenal Ratzinger y profesor de teología en Ratisbona (Alemania) firmó en 1970 junto a otros ocho sacerdotes un documento que fue enviado a la Conferencia Episcopal de Alemania en el cual instaban a realizar una “urgente revisión” de la regla del celibato ya que es, a sus juicios, una de las causas de la escasez de candidatos al sacerdocio.
Recientemente la Junta Directiva de la Asociación de Teólogos Juan XXIII ha declarado también que: “Es necesaria la supresión del celibato obligatorio para los sacerdotes, medida disciplinar represiva de la sexualidad que carece de todo fundamento bíblico e histórico, que no responde a exigencia pastoral alguna”
Una declaración más que pone sin duda de manifiesto que el problema sigue candente y pendiente de resolución, pero lo lamentable, a mi criterio, es que la probable futura eliminación del celibato eclesiástico no se funde en principios religiosos más profundos como el que he señalado, por los que nadie con verdadera vocación sacerdotal se vea obligado a renunciar al don más maravilloso que le ha otorgado ese Dios al que quiere consagrarse y que de seguro vería con buenos ojos, por decirlo de alguna manera, que esos seres capaces de amar al prójimo como Él nos lo pide puedan ser también transmisores de vida, de ejemplo, de esa profunda y altruista espiritualidad a que precisamente los convoca el sacerdocio.
En nuestras hermanas religiones conocidas como protestantes a partir del cisma luterano, sus pastores y pastoras (sin obligatoriedad celibataria) dan pruebas fehacientes de supervivencia, de espiritualidad, de compromiso humano sin que su fe se haya desvirtuado, ni sus comunidades diezmado, ni el servicio a sus fieles menoscabado.
Baste recordar a figuras señeras como Martin Luther King considerado como uno de los mayores exponentes de la historia de la no violencia o el arzobispo anglicano Desmond Tutu, opositor y luchador contra el apartheid sudafricano, ambos Premios Nobel de la Paz en 1964 y 1984 respectivamente y tantos otros que siguen dando cotidianas muestras de abnegación, de amor al prójimo y de verdadero testimonio cristiano, sin renunciar al privilegio de la co-creación humana.+ (PE)
PreNot 9621
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Fuente: ECUPRES

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