miércoles, 27 de junio de 2012

Volver a un celibato sacerdotal opcional.




En la Iglesia Católica siempre han existido legalmente sacerdotes casados junto con sacerdotes célibes, aunque el dato pueda sorprender. Desde el comienzo del cristianismo era común y corriente que el ministerio fuera ejercido por personas que, previamente al orden sagrado, habían recibido el sacramento del matrimonio. Incluso, según constancias de entonces, se abrigaba cierto resquemor respecto de los candidatos al presbiterado que decidían no casarse. Pero, clarificadas las ideas, terminaron por considerarse legítimas ambas opciones (sacerdocio con matrimonio o sacerdocio célibe) en nombre de la libertad cristiana.
¿Acaso no había sido bastante aleccionadora la actitud de Jesús? Aunque él vivió célibe, al elegir y designar a los apóstoles -que fueron los primeros y más insignes ministros sagrados de nuestra Iglesia- se abstuvo de discriminar entre solteros y casados, y en momento alguno aludió al celibato como condición para el desempeño de las funciones sacras. Más aún, distinguió con el rol de “número uno” en la Iglesia a San Pedro, que siguió manteniendo su estado conyugal.
Asimismo, en la historia se registra el hecho de que varios papas ejercieron su cargo sin por ello alterar su (legítima) vida matrimonial. Salta a la vista que en la Iglesia primitiva, y también durante muchos siglos siguientes, el celibato fue optativo y de ningún modo impuesto por la jerarquía. Para eliminar cualquier duda, la Iglesia se pronunció oficialmente sobre el tema en el primer Concilio ecuménico o general, celebrado en Nicea en el año 325. Allí los Padres conciliares rechazaron de plano la propuesta de imponer el celibato como requisito necesario para todos los sacerdotes. Fue ésta una comprensible reacción en defensa del espíritu y la praxis que se instalaron desde el primer momento en el seno de la comunidad creyente, de acuerdo en un todo con el modelo fundacional adoptado por Cristo y los apóstoles.
La autoridad de Roma, ante esta situación originada sobre todo desde el cristianismo oriental, desistió de su acariciado proyecto de celibato obligatorio a escala universal. Al compás de los acontecimientos históricos, centró su intención en los sacerdotes del rito latino u occidental y expresó su voluntad de que todos ellos asumieran un estado de vida “particular y carismático”, en el que debía destacarse el celibato. Ipso facto quedaban involucrados en esa medida los presbíteros diocesanos o seculares. Sin embargo, este intento chocó con serios obstáculos y debieron entablarse interminables tratativas durante siglos, sin resultados satisfactorios. La ley celibataria tan sólo adquirió vigencia real a partir del Concilio de Trento (1545-1563).
Ya han transcurrido unos 400 años de esta ley tridentina que muchos califican de drástica, además de incoherente y contradictoria. Drástica, por su carencia de alternativa y porque limita en alguna medida la plena libertad vocacional. Incoherente y contradictoria, por varios aspectos:
1) En el rito oriental desde siempre existen sacerdotes católicos casados, y surge espontánea la reflexión: si en ellos el matrimonio es compatible con su sacerdocio, también puede serlo en los demás, salvo que incurriésemos en la impertinencia de suponer que los sacerdotes del rito latino pertenezcan a una naturaleza más “angelical”.
2) En nuestros días, de modo gradual y paulatino, se está instalando un “nuevo” clero. Son ex pastores anglicanos que pasan a ser (¡enhorabuena!) presbíteros en el antiguo hogar que es nuestra Iglesia, y conservan su propia tradición de ministros casados.
3) Desconcierta bastante la idea de que hombres maduros, que han constituido su familia, no puedan ejercer el ministerio en las filas de los presbíteros diocesanos o seculares. Resulta técnicamente expresiva la denominación de seculares, ya que secular -en este caso- es lo mismo que decir “en el mundo y para el mundo”, y precisamente se refiere a aquellos sacerdotes que, por “institución y oficio”, deben vivir en un directo y diario trato con las personas que residen en el territorio parroquial, a fin de ayudarlos no sólo a nivel de las realidades sobrenaturales sino también, en lo posible, en todas las dificultades de su existencia. No siendo el celibato una condición necesaria, ¿por qué tanto afán en imponer sobre las espaldas del presbítero la práctica de un consejo evangélico (no un mandamiento) que más bien es propia de un instituto de vida consagrada?
Ha llegado la hora de una profunda y necesaria reforma, perfectamente viable mediante el simple retorno al pensamiento y praxis originaria del celibato opcional, con su íntegra carga de humana y divina sabiduría. La zanjante disciplina vigente en la actualidad, impuesta con las mejores intenciones en el siglo XVI, muy lejos está del prestigio esperado y de los tan copiosos frutos en ella cifrados.
“Es algo que ya no va más.” Tal la lapidaria sentencia (documentada, por cierto) que un eminente benedictino pronunció ante una rueda de amigos hace pocos años.
No debe extrañarnos, porque, con frecuencia, lo que se creyó mejor pasa a ser enemigo de lo bueno.

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