sábado, 13 de octubre de 2012

La Biblia y la Palabra de Dios.

 
Quizás el título de este artículo parezca confuso. ¿Tiene sentido plantear una distinción entre la Biblia y la Palabra de Dios? ¿No se trata acaso de sinónimos? ¿A qué se refiere esa “y” del título que separa los términos?
 
Personalmente, tardé años (tres al menos) en animarme a cuestionar si la Biblia y la Palabra de Dios eran la misma cosa. Nunca puse en duda que Dios mismo se revela al ser humano a través de la Palabra de Dios, pero ¿es eso lo mismo que decir que lo hace a través de la Biblia? Independientemente de los mecanismos de defensa que utilizaba para sostener la equiparación entre lo que llamamos Escrituras y la revelación de Dios, lo importante era el motivo por el cual lo hacía: tenía la sensación de que si cuestionaba tan sólo un punto de la Biblia, entonces toda se caería; y si ello llegaba a suceder, ¿qué haría entonces con mi fe? ¿Cómo podría creer en Dios sin tener un fundamento sólido acerca de cómo es Él y qué quiere de mí? La verdad es que fue un proceso largo, y en algunos momentos bastante problemático.
 
El primer paso en ese camino fue reconocer que no puedo llamar a la Biblia “Palabra de Dios”, si ella misma llama así a Jesús: “En el principio era la Palabra… y la Palabra era Dios (…) Y se hizo carne y puso su tienda en medio nuestro” (Juan 1:1,14). La Palabra de Dios es Dios mismo encarnado. Jesús es la automanifestación de Dios, es Dios revelándose a Sí mismo [1]. Si Dios encarnado, manifestándose, es la Palabra (logos) de Dios, ¿cómo puedo llamar y concebir del mismo modo a un libro que habla acerca de Él? Cualitativamente, son cosas distintas. No puedo limitar a Dios al contenido de un libro, por más excelente que sea. Dios es más que ello, y por tanto, considerar a la Biblia Palabra de Dios (Dios manifestado) es un acto de idolatría (técnicamente se lo llama bibliolatría), pues Dios es mucho más que la Biblia, ¿o acaso quien nos creó y nos salva no es Dios, en vez de la Biblia? [2].
 
El segundo paso, por llamarlo así, fue consecuencia del primero: si la Biblia no es la Palabra de Dios, sino aquello que refiere a esa Palabra, que apunta (como lo hizo Juan el Bautista con Jesús), aquello que atestigua de Él, entonces, no debo tratarla como si fuera Dios. Sí debo guardarla (conservarla), estudiarla, analizarla lo mejor que pueda, porque es el testimonio más fiel que tengo del obrar de Dios en la historia, fundamentalmente en la persona de Cristo [3].
 
El “tercer paso”, fue notar que, al decir que la Biblia guarda el testimonio respecto al obrar de Dios, no se refiere al testimonio de Dios acerca de Sí mismo (ya dijimos que Ése fue Jesús), sino al testimonio del pueblo que en Él confía. Al dar este paso comencé a darme cuenta de que no todos los testimonios atestiguaban lo mismo, sino que a veces había algunas diferencias pequeñas (el orden de las tentaciones de Jesús en el evangelio de Mateo con respecto al de Lucas, por ejemplo), a veces algunas un poco mayores (la muerte de Judas, ahorcado o rompiéndose la cabeza; la primer aparición del Jesús resucitado en Jerusalén o en Galilea, por ejemplo), a veces algunas irreconciliables (si un Templo es necesario o no para adorar a Dios, como “pueblo de la tierra” frente a los exiliados que retornaron de Babilonia discutieron).
 
El “cuarto paso”, al ver que no todos los testimonios coincidían, fue reconocer que entonces necesariamente son testimonios humanos respecto al obrar divino (la alternativa sería pensar que Dios tiene un trastorno de personalidad múltiple). Y que, como percepciones humanas, cada una tiene su tendencia, su postura particular, por más bien intencionada que sea. Así, pude notar que dentro del enorme conglomerado de testimonios que hay en la Biblia, hay algunos que se parecen más a la imagen que Jesús nos dejó de Dios, que lo que otros lo hacen. Por ejemplo, las palabras de Amós, Miqueas, Oseas, Isaías, me recuerdan mucho más al llamado Sermón del monte que las de Malaquías, Esdras o Nehemías. Esta multiforme manera de pensar a Dios que tuvieron esos hermanos y hermanas que nos precedieron, nos posibilita pensar que no está mal que nosotros hoy tengamos esas diferencias. Que no todos debemos pensar igual. ¡Porque Dios es mucho más de lo que podamos llegar a concebir!
 
Así, al ver que en la Biblia podía encontrar diversidad (y no homogeneidad), pude descubrir que, a diferencia de lo que al principio pensé, mi fe no perdía sustento, sino que se abría a nuevas posibilidades. Que no era más “pobre”, sino mucho más “rica” en perspectivas. Además, logré ubicar en el lugar correcto a Jesús, el Cristo, estableciéndolo como criterio (parámetro) para leer a todos los demás testimonios acerca de Dios.
 
Quiera Dios que no tengamos miedo. La duda no mata la fe, la fundamenta. La libertad no lastima, nos abre horizontes. A veces duele, no voy a negarlo, porque las seguridades trabajadamente constituidas nos son agradables de perder. A veces hasta implican alejarse de amistades o lugares de pertenencia. Pero podemos confiar en que no estamos solos, sino que hay muchos que por todo el mundo nos acompañan en nuestro viaje, haciendo de comunidad que nos cuida, incluso muchas veces del error. Y que, fundamentalmente, Aquél en quien confiamos “estará con nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo”.
 
¿Cómo leer la Biblia, entonces?
 
Cabría aclarar, primeramente, que la Biblia no pretende ser racional (al menos en sentido moderno), literalmente cierta, ni históricamente correcta. La idea de verdad que los escritores bíblicos tenían era bien distinta a la de la modernidad: tanto los liberales como los fundamentalistas de los siglos XVIII y XIX comparten el mismo ideal de verdad, aquél que afirma que es verdad todo aquello que condice con la realidad. Por tanto, el fundamentalista sostendrá hasta las últimas consecuencias la veracidad histórica de la Biblia, del mismo modo que el liberal la negará calificándola de “mito” por no corresponder con sus descubrimientos científicos. Lo que ambos no vieron, es que en el fondo decían lo mismo. Sin embargo, para los tiempos bíblicos la concepción de verdad no tenía que ver con la descripción positiva de la realidad (es decir, desde la perspectiva del positivismo), sino con el recuerdo de aquello que era importante. La verdad era el memorial de aquello que nos hace nosotros.
 
Por ejemplo, en griego verdad se dice aletheia (etimológicamente, no olvido); del mismo modo, tanto el pueblo hebreo como el cristianismo incipiente hicieron un fuerte hincapié en el memorial (“hagan esto en memoria de Mí”). La verdad racionalista, heredada del positivismo, se queda en lo fenoménico, en la descripción de lo que se ve a simple vista; mientras que la verdad de los tiempos bíblicos apunta a lo profundo, a verdades que no son descripciones. En ese sentido, el mito no es una mentira, sino otra clase de verdad. Los relatos de la creación de Génesis 1 y 2, por citar un ejemplo, hablan acerca del carácter del Dios en quien los hebreos creían y en cómo debían relacionarse con Él. Ésa es la verdad que transmiten, y no la descripción científica de la historia del mundo. La Biblia transmite verdad no porque narra acontecimientos históricamente ciertos, sino porque nos habla de Dios y del ser humano. Porque nos transmite lo que significó que el logos se haya hecho carne y haya puesto su tienda entre nosotros. Es una verdad mucho más rica y profunda que la de los manuales de historia. Cuando leemos la Biblia debemos recordar que estamos leyendo un libro que contiene la fe de comunidades, y que por tanto cuentan sus historias con un propósito teológico, no histórico- científico.
 
¿Qué hacer, entonces, con los sistemas legales que encontramos en la Biblia?
 
El mensaje central de Jesús bien puede resumirse en el amor. En este sentido, amar no es UN mandamiento más. Es el ÚNICO mandamiento. El problema está en la casuística de ese mandato, es decir, cómo se lleva a la práctica. Y ahí es donde es difícil ponerse de acuerdo. Porque la Biblia no es un manual del ser cristiano, sino el testimonio de la Palabra de Dios, que es Jesús, el Cristo. De lo que se trata, es de actualizar ese testimonio al contexto, con lo cual, la práctica de amor y justicia no se establece de una manera predeterminada, sino que varía según la situación vital: algo que fue liberador en algún momento, puede convertirse en opresivo en otro. Por eso mismo es que no sirve de nada citar versículos para determinar cuál es la manera correcta y cuál la incorrecta: no por falta de conocimiento bíblico, sino porque allí se expresan las diferentes maneras en que diversas comunidades a lo largo del tiempo entendieron que debían cumplir ese mandato, pero que hoy no necesariamente tenga que ser de igual forma. En resumen, Dios nos manda amar del modo en que Jesús manifestó ese amor, pero la Biblia no es un manual de cómo hacerlo, sino sólo un testimonio de cómo Él lo hizo. La exégesis permite actualizarlo a nuestros días.
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[1] “El cristianismo pretende tener su fundamento en la revelación de Jesús como el Cristo como la revelación final. Esta pretensión genera a la Iglesia cristiana, y donde ya no existe tal pretensión, el cristianismo ha dejado de existir. La palabra “final” de la locución “revelación final” significa más que última. El cristianismo ha afirmado a menudo, y debería afirmarlo siempre, que existe una revelación continua en la historia de la Iglesia. En este sentido, la revelación final no es la revelación última. Sólo en el caso de que última signifique la última revelación verdadera, puede interpretarse la revelación final como la revelación última. No puede haber revelación alguna en la historia de la Iglesia cuyo punto de referencia no sea Jesús como el Cristo. Si se busca o acepta otro punto de referencia, la Iglesia cristiana pierde su fundamento. Pero “revelación final” significa más que última revelación verdadera. Significa la revelación decisiva, culminante, insuperable, aquella que es el criterio de todas las demás revelaciones. Ésta es la pretensión cristiana, y ésta es la base de una teología [verdaderamente] cristiana” (Paul Tillich, Teología sistemática, Tomo I. Sígueme. Salamanca, 1982. Pág. 176).
 
[2] “El elemento sacramental-sacerdotal de la revelación universal tiende a confundir el medio y el contenido de la revelación. Tiende a transformar el medio y sus excelencias en contenido. Tiende a hacerse demoníaco, ya que lo demoníaco es la elevación de algo condicional a una significación incondicional” (Ibid. Pág. 184-185). “La idolatría es la perversión de una verdadera revelación; es la elevación del medio de revelación a la dignidad de la revelación misma” (Ibid. Pág. 177). dar un ejemplo: en el mismo texto bíblico se relata cómo Dios se manifestó a Moisés a través de una zarza ardiente. Ahora bien, lo que era imprescindible preservar para las generaciones posteriores era el contenido de esa revelación, ¡y no el medio a través del cual esa revelación tuvo lugar! Porque, de ser así, hoy en día tanto judíos como cristianos tendríamos zarzas en nuestros templos, en vez de una promesa de liberación.
 
[3] “Toda experiencia reveladora transforma el medio de revelación en un objeto sacramental, ya sea un objeto de la naturaleza, un ser humano, un acontecimiento histórico o un texto sagrado. Es función del sacerdote conservar el objeto sacramental y mantener vivo el poder de su revelación original haciendo que nuevos individuos, nuevos grupos y nuevas generaciones entren en la situación reveladora. El material simbólico utilizado, transformado e incrementado por cada revelación posterior y, asimismo, por la revelación final [Cristo], se acrecienta a partir de la conservación y de la continuación sacerdotal de los acontecimientos reveladores. Ningún profeta podría hablar según el poder de una nueva revelación, ningún místico podría contemplar la profundidad del fondo divino, ninguna significación podría ser conferida a la aparición del Cristo, si no existiera esta substancia sacramental-sacerdotal” (Ibid. Pág. 184).
 

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