jueves, 14 de febrero de 2013

Cuaresma y condición humana.




Para el Concilio Vaticano II, el año litúrgico es el desarrollo de los misterios de la vida, muerte y Resurrección de Jesucristo. Es vivir, no solo recordar, la historia de la salvación que se nos hace presente en la persona de Jesús. En consecuencia, no es solo historia de la salvación, sino también una salvación que opera en la historia concreta de los pueblos y las personas.
De ahí que puede afirmarse que cada año nos vemos confrontados de nuevo con todas las facetas de nuestra condición humana, y cada año podemos experimentar la fuerza sanadora y transformadora que se nos ofrece en esa fuente de vida que es Jesús. Ahora bien, el tiempo cuaresmal —uno de los momentos intensos del año litúrgico— es considerado un período de adiestramiento en la libertad interior, un lapso propicio para volver a configurar nuestra vida de manera consciente y libre, guiados por la palabra de Dios que ha de ser no solo oída, sino, sobre todo, escuchada con la inteligencia y el corazón.
El itinerario cuaresmal comienza con el Miércoles de Ceniza y se prolonga durante los cuarenta días anteriores al triduo pascual. Uno de los textos bíblicos clásicos de ese recorrido lo constituye el relato de la batalla victoriosa contra las pruebas, que da inicio a la misión de Jesús (Mt 4, 1-11). Los cristianos de la primera generación se interesaron muy pronto en las tentaciones de Jesús. Con ello pretendían mostrar el tipo de conflictos y luchas que tuvo que superar Jesús para mantenerse fiel a Dios y a su proyecto. Él no cedió a ninguna tentación, pero estas quedan como una seria advertencia para todos sus seguidores. Los hombres y mujeres que quieran comprometerse con un mundo más humano, siguiendo los pasos de Jesús, tendrán necesariamente que evitar caer en ellas. Veamos las tres pruebas conocidas tradicionalmente como tentaciones, que presenta Mateo y que resumen las desviaciones fundamentales en la tarea de construir el proyecto de sociedad alternativa (el Reino de Dios).
La primera prueba (Mt 4, 3s), que sigue al ayuno de Jesús, acontece en el desierto. Desde la perspectiva bíblica, el desierto significa al menos tres cosas. En primer lugar, es parte de la condición y del espíritu humano; es la experiencia de vacío, soledad, frustración, rutina y aridez que pueden ocurrirnos en el transcurso de la vida. En segundo lugar, desierto es una actitud espiritual de la experiencia cristiana, por la cual transformamos esas arideces y ambigüedades de la condición humana en crecimiento de amor y madurez. Y tercero, desierto es el lugar y el ambiente externo que ayuda a mantener y nutrir esa actitud espiritual.
En esta prueba, Jesús se resiste a acudir a Dios para “convertir” las piedras en pan. Lo primero que necesita una persona es comer, pero “no solo de pan vive el hombre”. El anhelo del ser humano no se apaga con la alimentación de su cuerpo. Necesita mucho más. Para liberar de la miseria, del hambre y de la muerte a quienes no tienen pan, hemos de despertar el hambre de justicia y de amor en nuestro mundo deshumanizado de los satisfechos. Esta tentación, por tanto, implica usar en beneficio propio las cualidades que uno tiene, en vez de ponerlas al servicio de los demás. Por el contrario, la vida de Jesús muestra que el alimento necesario para el sustento de la vida física no se obtiene mediante prodigios, sino mediante el compartir inspirado por el amor, la justicia y la solidaridad.
La segunda escena es impresionante y se produce en la parte más alta del templo: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, pues está escrito: ‘He dado órdenes a los ángeles para que cuiden de él’”. El tentador sugiere buscar seguridad en Dios. Podrá vivir tranquilo “sostenido en sus manos” y caminar sin tropiezos ni riesgos de ningún tipo. Dejarlo todo en manos de Dios, renunciando al propio discernimiento y a la propia responsabilidad. Se dice que la tentación de la seguridad es una de las más serias amenazas a la actitud religiosa. Es la tentación de vivir, personal e institucionalmente, buscando no tener problemas y optando por aquello que menos los origine, aun a costa de la fecundidad del Evangelio. Pero Dios no es un dios de miedo, sino de riesgo. A veces, como Jesús, será necesario asumir compromisos arriesgados confiando en Dios.
La tercera prueba sucede en una montaña altísima. El tentador propone un tipo de mesianismo fundado en el poder, en el prestigio, en las soluciones fáciles y rápidas. Sin embargo, el mundo no se humaniza con la fuerza del poder. No es posible imponer el poder sobre los demás sin servir al maligno. Quienes siguen a Jesús buscando gloria y poder no sirven a Dios. Jesús rechaza esta prueba, expresada en el Evangelio por aquellos que le piden señales prodigiosas. El suyo es el mesianismo del siervo sufriente, que carga con los pecados de su pueblo y vive de cara a Dios y en solidaridad con los pobres y excluidos. Lo advirtió claramente a sus discípulos: “El que quiera ser el primero que se haga el último y el servidor de todos”.
El teólogo José Antonio Pagola sostiene que las pruebas de Jesús fueron reales, no simuladas. Por eso, añade, en Él podemos escuchar el grito de alerta ante los graves errores en que podemos caer a lo largo de la vida. Concretamente, explica tres de ellos. El primero consiste en hacer de la satisfacción de las necesidades materiales el objetivo absoluto de la vida; pensar que la felicidad última del ser humano se encuentra en la posesión y el disfrute de los bienes. El segundo error consiste en buscar el poder, el éxito o el triunfo personal por encima de todo y a cualquier precio. Y el tercer error consiste en tratar de resolver el problema último de la vida sin riesgos, luchas ni esfuerzos, utilizando interesadamente a Dios de manera mágica y egoísta.
En definitiva, la gran tentación que Jesús rechaza es la de intentar imponerse por el poder de Dios, más que manifestar la solidaridad divina y su amor misericordioso por los seres humanos; la de querer imponer por la fuerza su reino, más que ofrecerlo como opción responsablemente asumida por quienes quieran seguirlo. El Reino de Dios no puede venir como ostentación o imposición de un poder mágico, sino como invitación y ofrecimiento a la libre responsabilidad y al amor. El camino cuaresmal, pues, comienza por la superación de las pruebas y por la toma de conciencia de la propia fragilidad humana.

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