viernes, 22 de noviembre de 2013

El obispo mudo.



Víctor López

Posicionamiento global

“No entendía aún, por mis pocos años, que es posible hablar con extrema dureza de lo que se ama, precisamente porque se ama, y con la autoridad moral que nos confiere ese mismo amor”[1].
Estas palabras de Íñigo de Balboa se refieren a Francisco de Quevedo, el escritor y personaje de la novela de Reverte, cuando expresa sus opiniones sobre la España de la época. Sirvan como introducción para marcar el tono de este trabajo que, dicho ya desde ahora, ni tendrá esa crítica feroz a la que alude Íñigo de Balboa, en este caso a la Iglesia, ni se justifica por un amor tan incondicional.

El motivo, la causa y el origen de este ensayo es la vergüenza. La vergüenza por el silencio cómplice de nuestros obispos ante la situación crítica de España. Vergüenza por la terquedad en mantener una posición social estéril para los graves problemas que afectan a millones de ciudadanos. Vergüenza por el empeño en defender la clase de religión, oponerse a la asignatura Educación para la Ciudadanía y el matrimonio homosexual, las disputas por un “quítame allá ese crucifijo”, mientras se calla ante el vergonzoso aumento del número de pobres, las colas del INEM, los desahucios y todo esa larga lista de desgracias personales en que se concreta la actual crisis. También conocida como El Golpe. ¿La Iglesia en España no tiene nada que decir ante esta situación? ¿Los ciudadanos y los cristianos nos tenemos que conformar con un “Urge pues, el saber y el querer orar, pidiendo fervorosamente a la Virgen que nos ayude a superar, lo más pronto posible, esta crisis económica […]”?[2] ¿Su única respuesta van a ser declaraciones en la línea de Ante la crisis, solidaridad[3] que igual podría haberse titulado Ante la crisis, ajo y agua?

Pero no sólo la jerarquía eclesiástica está absorta por un trabajo infecundo. Los dirigentes sociales, políticos y económicos, muy ocupados en sus asuntos, parecen ajenos a la desesperanza, desesperación suicida en algunos casos, que paraliza a millones de ciudadanos en situación precaria. Las personas y su dignidad se convierten en productos de consumo sujetos a la ley de la oferta y la demanda, colocados en las estanterías de ese híper llamado mercado laboral, donde en estos tiempos se puede comprar a precio de saldo, por falta de demanda, con posibilidad de devolución sin coste alguno. Todo legalizado en sucesivas reformas laborales. Y tampoco falta la propuesta de soluciones peregrinas que valen tanto como la honorabilidad de sus ponentes. Los ciudadanos asisten al reparto de los servicios públicos (por definición para todos, previamente pagados en impuestos), adivinando que la educación ya no va a ser una salida futura para los hijos, temiendo que la sanidad de calidad será para el que pueda repagarla y observando estupefactos la gran partida de Monopoly en la que se van millones de euros. Ya llegará la factura.

Es precisamente en esta situación, donde los ciudadanos y cristianos de a pie, ni queremos ni necesitamos una postura de prudente equidistancia por parte de la Iglesia. Anhelamos un compromiso con los grupos sociales más frágiles que no sea sólo, aunque también, mero asistencialismo, demandamos una denuncia de las fuerzas de poder que están destruyendo la dignidad humana, aspiramos a un posicionamiento de la Iglesia a favor de la justicia social, aunque eso implique una revolución en su interior. Por coherencia con sus propuestas.

Todo esto tal vez suene como una larga carta a los Reyes Magos, en este caso al nuevo Papa, de la que sus majestades atenderán “lo que crean que más nos conviene”. Y seguramente la decepción será igual que la del Día de Reyes, cuando se constata que este año tampoco ha llegado el Scalextric. Pero no por eso dejaremos de exigirlo, convencidos de que ésa es la auténtica vocación de la Iglesia, tal como se pretende mostrar en este trabajo.

No obstante, algunos ciudadanos rechazarán esta propuesta desde su base, alegando que la Iglesia, al ser una institución religiosa, tiene competencias únicamente en lo íntimo, en lo personal, y nada tiene que decir sobre la sociedad. Dicho por lo breve, que se ocupe de rezar. Y de salvar almas. Y no faltarán quienes apoyándose en veinte siglos de historia, en un ejercicio de justificado escepticismo, desconfiarán del mensaje transformador que arriba se propone. Más bien dirán, con mucha razón, que la Iglesia como institución suele arrimarse al poder, cuando no identificarse con él, y que esas propuestas de atajar las injusticias sociales desde sus causas han sido excepciones de pequeños grupos aislados, casi nunca respaldados por la jerarquía.

En resumen, se plantea aquí la cuestión de si la Iglesia puede hablar, debe hablar y si tiene algo significativo que decir.

Este ensayo está escrito desde un punto de vista cristiano, que tal vez no sea exactamente el de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Entre otras razones, porque esta acumulación de títulos a lo largo de la historia responde a una actitud hostil hacia otras Iglesias, en un afán de demostrar un plus de autenticidad. Lo cual, a estas alturas, recuerda esa escena de La vida de Brian, en la que el Frente Popular de Judea afirma su fidelidad absoluta a la causa, no como esos disidentes del Frente del Pueblo Judaico, o los del Frente Popular del Pueblo Judaico, o los otros de la Unión Popular de Judea, o el mismo Frente Judaico Popular. Todos disidentes. Algo parecido a lo que ocurre con la izquierda política española. Por todo eso, y para evitar disputas innecesarias, concluyamos que este trabajo surge desde una perspectiva cristiana. Que es breve, claro y conciso.

No falta la crítica. Pero se intenta que sea seria y fundamentada, alejada de los tópicos habituales. Tanto molesta a un cristiano formado que le acusen de defender la creación del mundo en siete días, tal como cuenta el libro del Génesis, como absurdo le parecerá a un paleontólogo afirmar que el hombre viene del mono.

Por desgracia, no puedo afirmar, como Cervantes en el prólogo del Quijote, que no necesito citar a otros “que digan lo que yo me sé decir sin ellos”. Al parecer la costumbre de la época exigía referencias a grandes autores “comenzando por Aristóteles y acabando en Xenofonte y en Zoilo o Zeuxis”, y sonetos que diesen empaque a la obra. Cervantes reconoce que, en parte, se debe a su natural poltrón y perezoso. Un amigo le aconseja que escriba él mismo esos sonetos, y luego los bautice “ahijándolos al Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda”. En cuanto a las citas, le recomienda que acuda a “algunas sentencias o latines que vos sepáis de memoria, o, a lo menos, que os cuesten poco trabajo el buscalle”[4].

En este ensayo seré más riguroso con las citas, sin embargo, no puedo olvidar ese sano escepticismo de Cervantes ante su obra. Por más que el autor ponga todo su empeño en hacer un gran trabajo, sólo algunos, como él, logran hacer una aportación definitiva. O relevante.

La mayoría de los autores que utilizo en este trabajo son cristianos. Me ha parecido más oportuno hacer esta reflexión desde dentro de la Iglesia, por más que algunos de los teólogos que cito han sido llamados al orden por Roma, expulsados de sus cátedras y, en algún caso, reducidos al silencio. Pero eso, con una perspectiva temporal amplia, no quiere decir nada. También Santo Tomás de Aquino tuvo que pasar por ese trance. En otros casos acudo a encíclicas y documentos papales que, evidentemente, están dentro de la legalidad.

Y por supuesto, la Biblia. Con mucho cuidado, porque lo mismo sirve a Bush para justificar una guerra, que a los insumisos cristianos para no coger las armas. La Sagrada Escritura, como relato en el tiempo de la búsqueda y manifestación de Dios, necesita ser interpretada, antes de tomar al pie de la letra muchos de sus textos.

En este momento, la prensa hubiese relatado la muerte de Sansón como la de un terrorista suicida que se llevó por delante a tres mil filisteos, con toda su cúpula de poder, en plena celebración del dios Dagón, derribando sobre sus cabezas el edificio en el que se encontraban. Noé también hubiese proclamado ¡viva el vino!, y Gedeón sería un heroico legionario, condecorado por sus acciones de comando contra los madianitas. La Biblia necesita ser interpretada para comprender la estética manga del Apocalipsis o el fino erotismo del Cantar de los Cantares 4,5 (“son tus pechos dos crías mellizas de gacela paciendo entre azucenas”), y el lenguaje un poco más explícito de Ezequiel 16,26 (“Fornicaste con los egipcios, tus vecinos, de grandes miembros…”[5]). O Josué derribando las murallas de Jericó a trompetazos, y consagrando después al anatema todo ser vivo, “hombres y mujeres, jóvenes y viejos, bueyes, ovejas y asnos…”. Sólo se respetó a Rajab, la prostituta que había escondido a los emisarios israelitas (Josué, 6,17-21).

La perspectiva en este caso será el Nuevo Testamento. El comienzo de una nueva época con Jesús de Nazaret, y su mensaje proclamando el inicio del Reino de Dios, un proyecto de paz, libertad y justicia.

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[1] A. PÉREZ REVERTE, El capitán Alatriste, Ed. Alfaguara, Madrid 1996, p. 65.

[2] Palabras de Monseñor Rouco en la Homilía de la Fiesta de la Almudena, 9 de noviembre de 2012.

[3] Declaración de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española del día 3 de octubre de 2012.

[4] Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, T. I, Ed. Clásicos Castalia, Madrid 1978, pp. 54-55.

[5] Tomado de la versión de la Nueva Biblia Española.

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