domingo, 22 de junio de 2014

La fe es una relación.


Román Díaz Ayala

Los grandes profetas del Antiguo Testamento nos enseñaron con el testimonio de sus vidas que guardaban una estrecha relación con Yahvé. Un Elías celoso se enfrentó a los profetas de Baal e incitó las iras del pueblo sobre ellos. Luego, asustado por la carga de su conciencia ante la responsabilidad de aquellos hechos, huyó y se escondió. Sólo pudo retornar a él la voz de Dios cuando hubo comprendido que el Espíritu de Yahvé se encierra en un apacible silbo suave lejos de toda violencia. Aquel episodio y otros fueron pequeños retazos que rasgaban la atmósfera cruenta y un tanto bárbara de aquel estadio histórico para que la revelación del auténtico carácter de divino fuese conocida junto con sus designios.

Para Jeremías, una vida larga de profeta envuelta en aflicciones y persecuciones, la causa de Yahvé lo comprendía todo hasta permanecer soltero (Jer. 16,2). Su vida estéril será el símbolo de la fe sin fruto del pueblo escogido. Sin embargo conoció la tierna compasión divina después de una vida llena de amonestaciones y predicciones de castigo. Partícipe de todos los males sobrevenidos sobre sus compatriotas, sus crisis interiores le prepararon para anunciar la buena noticia de la restauración. Alma tierna, desgarrado interiormente, su oración fue un constante grito de dolor: “¿Para qué haber salido del seno, a ver pena y aflicción, y a consumirse en la vergüenza mis días?”(Jer. 20,18)

La religión de Yahvé es la religión del corazón en un trato personal con Dios, pues se digna venir a habitar en el interior del ser humano:

“Van a llegar días –oráculo de Yahvé– en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto; que ellos rompieron mi alianza, y yo hice estrago en ellos –oráculo de Yahvé–. Sino que ésta será la alianza que yo pacté con la casa de Israel, después de aquellos días –oráculo de Yahvé–: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano, diciendo: “Conoced a Yahvé”, pues todos ellos me conocerán, del más chico al más grande–oráculo de Yahvé–, cuando perdone su culpa y de su pecado no vuelva a acordarme”.

Con Oseas la relación de Dios con su pueblo tenía el fuerte simbolismo de una vida marital, con las tristes circunstancias de que la esposa se había mostrado infiel. Un esposo celoso que fustiga a la amada para recuperarla de sus amoríos y devolverle los goces de un primer amor. No la ausencia de fe en los aspectos formalmente intelectuales de la religión, sino la idolatría del corazón la causante de las infidelidades.

Ese Dios íntimo es de andar por casa, en una relación que lo comparte todo hablando y comunicándose con la elocuencia del silencio, de la ausencia presente, de un esconderse para el juego amoroso de la búsqueda.

Tiene sin embargo la certeza de que Jesús nos llamó con fuerza desde el amor de su Padre y de que jamás podremos encontrar otro amor tan grande. Vivimos en el misterio de la Piedad gozando de la compañía de personas que nos aman y a quienes amamos entrañablemente. Ese vivir tan intensamente el amor humano nos hace comprender mejor la naturaleza del amor divino. Quien no ama no conoce a Dios, ya sea dentro de una relación matrimonial, o en el seno de la comunidad eclesial. Nuestra vida cristiana está atravesada por el amor de Dios, por lo que nuestra respuesta más acertada conlleva una rendición incondicional a Él.

La santidad como resultante de esta fe en Dios, de rendición, es una adquisición de todo el Pueblo de Dios, gratuita, cuando no hemos dado nada a cambio. Ésa es la obra de Jesús en la Cruz. Somos propiedad de Dios. “Con amor eterno yo te amé, desde el seno de tu madre te escogí”. La vida de oración nace no del culto a la divinidad, propio de la religión, sino de la convivencia consciente con el Dios viviente que se nos hace presente. A veces confundimos oración con rezos y éstos últimos con culto. No necesitamos elevarnos, ni buscar en lugares desapercibidos o casi inaccesibles, sino corresponder a su presencia. A veces podemos responder con el silencio en medio de un sentimiento respetuoso, que predispone a la escucha.

En la juventud el amor se muestra igual que una desbordante primavera haciéndolo todo fácil, incluso la hipoteca de una vida (“hasta que la muerte nos separe”)

¡La voz de mi amado!
Miradlo aquí llega,
saltando por montes,
brincando por lomas
Mi amado es mío y yo de mi amado,
que pasta entre azucenas. (Cantar de los Cantares)

Tras el Concilio, el Pueblo de Dios aprendió a ser contemplativo en medio de la vida de la gente, en una hermandad universal, rompiendo así ese dilema artificial entre una entrega en la acción o la búsqueda del silencio y las soledades del mundo para el encuentro del Amado. Hemos aprendido a discernir de mejor forma el Cuerpo de Cristo ( 1ª Corintios 11,29).

Fuente: Atrio

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