martes, 1 de julio de 2014

El costo de copiar lo ajeno.



Vaclav Havel inventó una frase para describir los espacios de la sociedad que están más allá del alcance de un estado autoritario: la política “anti-política” les llamó. James Ferguson adoptó luego esta frase para describir lo inverso: intervenciones estatales que despolitizan los procesos de desarrollo, tecnificándolos, volviéndolos problemas a resolver: “la máquina anti-política” de Ferguson alude a una tecnocracia que simula cambiar las cosas para mantener todo igual.

Este realismo mágico lo conocemos bien en América Latina. Vivimos la anti-política de Havel y la de Ferguson al mismo tiempo: hay estados de los que uno quiere escaparse y estados que uno llama a gritos para resolver problemas vitales. De ahí, que la discusión de “capacidades” resulta ser algo más que un tecnicismo rebuscado.

Yo tomo la posición anti-maoísta ante estos asuntos. Sí importa el color del gato al atrapar a los ratones –cuando de capacidades se trata. ¿Por qué? Por los colores variados de la sociedad. Me explico.

Todo empezó con la mímica isomórfica…

Hace años que pulula una interesante literatura sobre “trampas de capacidades” –liderada por Lant Pritchett de la Universidad de Harvard. Pritchett argumenta que los múltiples intentos fallidos de reforma de estado, de construcción de instituciones y de capacidades de implementación del medio siglo desde la posguerra, se deben a la “mímica isomórfica” –el afán casi universal de copiar la forma de las instituciones –por ejemplo, el número de funcionarios que requiere un servicio civil eficiente, pero no su función –por ejemplo, qué exactamente hacen los servidores públicos en un apostado rural a 5 mil metros de altura o en lo profundo del bosque amazónico.

Pritchett sostiene que la fijación con la forma hace que abunden elefantes blancos que no resuelven los problemas del día a día. Aún los reformadores mejor intencionados no pueden controlar los aspectos locales e idiosincráticos que avalan o debilitan un diseño institucional dado.

La copia de instituciones no tiene límite. ¿Cuántas constituciones copiadas de textos europeos del siglo XX? ¿Cuántas políticas públicas redactadas en Washington o Moscú? ¿Cuántas misiones de lucha contra la pobreza que terminaron luchando contra el jet-lag?

El costo de copiar lo ajeno es que se atrasa la capacidad efectiva de los Estados. Pritchett estima este costo en función del “numero de años para llegar a Singapur”: si Somalia, por ejemplo, copiara instituciones estatales de Singapur, tomaría 600+ años en “llegar a Singapur”. En cambio si innovara de una manera funcional a las necesidades y demandas locales, pudiese lograr cambios apreciables en una sola generación.



Gráfico: Años para llegar a Singapur


Fuente: Lant Pritchett, Michael Woolcock, and Matt Andrews, 2010, “Capability Traps? The Mechanisms of Persistent Implementation Failure”, CGD Working Paper 234, Washington, DC: Center for Global Development.


El color de las capacidades

Tuve la gran fortuna de conocer a Guillermo O’Donnell hace años y a falta de conversación ilustrada haciendo la cola en un comedor universitario le pregunté sobre los “colores” que había escogido en su famoso artículo sobre la ausencia del estado en América Latina: ¿por qué “azul” cuando está presente el estado y “marrón” cuando está ausente? ¿Por qué no rojo o amarillo? Al tomar el cucharón de las zanahorias, el profesor respondió de manera firme e inequívoca: “bueno, porque el estado también tiene sus colores, ¿no?”

No entendí nada al momento, pero ahora, creo entender. Los colores a los que se refiere O’Donnell son la textura que le da la sociedad particular a un estado-en-proceso-de-construcción, reflejan la adaptación local de las formas (calidez en la atención) y las funciones (manera de prestar servicios) estatales, porque el Estado no es un aparato frío, representa –al fin y al cabo— a una sociedad específica de carne y hueso.

Esto está sin duda reñido con el concepto weberiano del Estado –que dibuja un Estado neutro y efectivo en sus normas y procedimientos– pero no deja de ser descriptivamente preciso para muchos lugares de nuestro continente. Tocqueville entendió instintivamente que las costumbres de los ciudadanos eran las que distinguían a las comunidades cívicas norteamericanas del siglo XIX, no la presencia del sheriff, ni la majestuosidad burocrática de los EEUU.

Cuando un Estado no existe, llenarlo no es asunto de cemento y ladrillo. Es tema de capacidades, en este caso sociales/ciudadanas, que dotan de legitimidad al Estado en los momentos más pedestres (cuando pagamos los impuestos) y en los momentos más dramáticos (cuando la policía defiende a unos ciudadanos de otros). Esto lo comprobamos con las escalofriantes estadísticas sobre violencia y homicidios en nuestras ciudades y, al repasar el motivo de la escasa recaudación por impuestos directos al ingreso o a la renta.

En América Latina no prestamos suficiente al color de las instituciones –que es precisamente lo que está detrás del isomorfismo institucional captado por Pritchett. Cuando fortalecemos instituciones, frecuentemente nos referimos a la “buena práctica” o a un “modelo ideal” que ayude a encaminar una reforma –lo que descuidamos es el tejido social que está detrás, en particular el tejido que hace posible innovar, fracasar y generar alternativas al status quo.

Mis colegas del IDH de Chile sí captaron este tejido en su sui generis trabajo sobre por qué funcionan o no las cosas y mis colegas del IDH Perú lo captaron también con su mapeo impresionante de la densidad del Estado.

Coda

Al parecer, para una región que crece y crece, más importante que la trampa de renta media es la trampa de capacidades medias. En pleno mundial de futbol, el color de las capacidades se hace presente en las pantallas de televisión de todas nuestras capitales. No está en la arquitectura de los estadios, ni en las telecomunicaciones modernas, sino en la manera en la cual se congregan los ciudadanos en las esquinas, robando señales de televisión o disfrutando de la benevolencia de tienditas que abren la puerta al transeúnte.

Al final, la congregación de ciudadanos y la acción colectiva que construye un Estado legítimo, nacen de adentro y responden a capacidades sociales que hacen posibles gozar del espacio público, de recuperar la calle, de estar orgullosos de logros comunes y, por supuesto, de llorar la camiseta cuando las cosas no salen tal y como las planificamos.

Fuente: Blog Humanum

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