martes, 26 de agosto de 2014

Desafío permanente.



De todas las religiones, la cristiana es, sin duda, la que debe inspirar la mayor tolerancia, aunque hasta ahora los cristianos han sido los más intolerantes de todos los hombres. (Voltaire)

Y si hay un Dios, creo que es muy poco probable que Él se sienta ofendido por los que dudan de su existencia.(Bertrand Russell)

En cierta ocasión, uno de nuestros amables lectores nos escribió por correo privado preguntándonos abiertamente por qué no redactábamos para Lupa Protestante una reflexión contra el ateísmo. Así, con estas palabras. Aunque ya ha transcurrido algún tiempo desde que recibiéramos aquella misiva, la verdad es que la idea nos ha venido rondando durante más de un año, sin que encontráramos el momento adecuado para plasmar por escrito nuestro pensamiento acerca de este asunto.

La cuestión no es fácil. Para ser honestos, ni siquiera creemos en la existencia de los ateos. Antes aceptamos con mayor facilidad que vivan seres extraterrestres de múltiples formas y colores en las lunas de Júpiter o en los planetas de más allá de Saturno. Pero ateos, lo que se dice ateos en su sentido más etimológico o más absoluto de la palabra, no pensamos que existan en realidad. Y no por lo que afirman los salmos 14 y 53 en su primer versículo (Dice el necio en su corazón: No hay Dios. RVR60), sino por una doble constatación de hecho: por un lado, conversaciones mantenidas en diversos momentos de nuestra vida con distintas personas que afirmaban su ateísmo más o menos militante, pero que en realidad profesaban otro tipo de ideología; y por el otro, declaraciones escritas y publicadas de grandes ateos clásicos, de esos que aparecen en libros de filosofía o de ciencias naturales, y que al final resultaban no serlo tanto como ellos mismos habían dado a entender. En resumen, que no podemos escribir en contra (¡vaya una expresión!) de algo cuya existencia ponemos muy en duda, ya de entrada. Supondría un contrasentido, unacontradictio in terminis, como gustan de decir los que saben mucho latín.

Ahora bien, tampoco podemos cerrar los ojos a una realidad que está en la calle, con la que nos topamos día a día, y que es un tipo de ateísmo —que algunos preferirán sin duda tildar más bien de agnosticismo, de incredulidad o de cualquier otro nombre no tan extremo—, no teórico, sino práctico. La realidad de quienes creer, lo que se dice creer, pueden llegar a creer que algo hay o que algo existe más allá de lo que percibimos en este mundo, pero no les quita demasiado el sueño. Y por encima de todo, manifiestan una abierta hostilidad, expresada de maneras más o menos contundentes, frente a las entidades religiosas, las iglesias especialmente, a las que acusan de forma inmisericorde de ser las culpables de gran número de sucesos desgraciados y situaciones terribles por las que han atravesado individuos y sociedades en nuestro entorno cultural de Occidente, y a las que señalan sin pestañear como causantes de estados de ignorancia e incultura generalizados que les han resultado harto rentables. Ante todo ello, lo que no podemos hacer, en conciencia, es mirar para otro lado y conformarnos con decir que están equivocados, que exageran, que mienten, que van dirigidos por ideologías diabólicas o que forman parte de un entramado demoníaco cuya finalidad es perseguir al pueblo de Dios, por lo cual más vale no tener nada que ver con ellos, ni de lejos.

En aras de esa franqueza que debe caracterizarnos en tanto que cristianos, hemos de admitir que quienes lanzan tantas acusaciones contra las iglesias, o contra la iglesia entendida como el conjunto de los creyentes, no están demasiado lejos de la verdad. O si lo preferimos, que no mienten, por desgracia. Y algo muy importante: que no es sólo una iglesia en exclusiva la catalizadora de todos esos males y esas desgracias, sino que todas, en mayor o menor medida, tienen su parte de culpa. Si en nuestros países de cultura latina y tradición católica la Iglesia de Roma ha estado permanentemente aliada con poderes políticos tiránicos y ha contribuido al empobrecimiento y la ignorancia de amplios sectores de la población, en otros países de otras culturas y tradiciones también se encuentran iglesias de rango nacional a las que se puede acusar —y de hecho se acusa— de cosas parecidas. Y, para que nadie se quede sin su porción correspondiente, a las iglesias, denominaciones, grupos o movimientos religiosos que no entran en tal categoría, de igual manera se los señala como fuente de oscurantismo, cuando no como negocios fraudulentos o culpables de actividades claramente delictivas.

En pocas palabras, todo un desafío para los creyentes cristianos comprometidos, un verdadero reto constante e ineludible. La pregunta brota con toda su fuerza: ¿qué se puede hacer?

Las citas de los dos ilustres pensadores con las que encabezamos esta reflexión nos llamaron poderosamente la atención en su día, cuando las leímos por primera vez; no lo podemos negar. No es porque sí que las hemos colocado precisamente ahí. Para ser sinceros, no creemos que frente a este ateísmo práctico que detectamos en tan amplios sectores de nuestra sociedad occidental hodierna la solución consista en comenzar por una dura y áspera diatriba acerca de la existencia de Dios al estilo de las famosas Quinque Viæ de Santo Tomás de Aquino o del Argumento Ontológico de San Anselmo de Cantérbury. Ni siquiera creemos que nuestro diálogo con quienes piensan de esa manera deba iniciarse con una apasionada apología de la inerrancia bíblica o un ataque frontal contra el evolucionismo a base de textos del libro del Génesis. Nuestra sociedad actual, tan impregnada de filosofía humanista en todos los aspectos, y tan concienciada acerca de las necesidades humanas fundamentales, no puede abordar ciertos temas sin una reflexión previa que ha llegar por otros derroteros y que, en primer lugar, ¡ha de ser asimilada como propia por los mismos cristianos!

El mensaje del evangelio, reconozcámoslo sin ambages, se dirige al hombre, vale decir, a la persona, no a los ángeles, no a entidades supra- o extra-humanas, y no consiste en la revelación de grandes misterios doctrinales o teologías enrevesadas, sino en la manifestación de un hombre muy concreto en el tiempo y en la historia: Jesús de Nazaret, el Mesías, el Cristo. Y esta manifestación es para salvación, lo que significa liberación (redención, en un lenguaje más teológico) y re-dignificación de los seres humanos. Cristo es en verdad reconocido y proclamado como Dios por la iglesia, no debido a sus milagros, no a causa de los relatos bíblicos que hablan de su nacimiento virginal, sino porque su misión, incluida su pasión, muerte y resurrección, generan esa total reubicación de la especie humana en el plano de dignidad que el Creador le había otorgado desde el primer momento y que ella misma había perdido. De ahí que un mundo cristiano en el que durante siglos se han defendido y plasmado desigualdades o diferencias supuestamente “naturales” entre las personas, haya constituido el mejor caldo de cultivo para toda clase de ateísmos prácticos y anticlericalismos feroces. Mal se puede dialogar con una sociedad hipersensibilizada ante las injusticias partiendo de presupuestos que creen o fomenten barreras de raza, clase social o sexo entre los hombres. En este sentido, iglesias o entidades religiosas que discriminan de entrada a quienes no son de una raza o etnia determinada, o que distribuyen cargos y prebendas en base a las entradas económicas de las personas, o que relegan a las mujeres a una posición de inferioridad para el acceso a los sagrados ministerios (por increíble que pudiera parecer, estas cosas aún existen en nuestros días. ¡Vaya si existen!), han quedado fuera de juego. No sólo en lo referente a la sociedad. También en lo que concierne al propio evangelio de Cristo.

Por otro lado, congregaciones particulares o denominaciones en su totalidad que profesen un absoluto aislamiento de las realidades de este mundo en base a una pretendida pureza que debe mantenerse a cualquier precio, o que sostengan una esperanza escatológica que haya de hallar un cumplimiento inmediato y por tanto las dispense de atender a las necesidades básicas del prójimo, no pueden jamás, por mucho que lo pretendan, llamarse Iglesia de Cristo. Su verdadera definición es secta y secta peligrosa.

Si como Cuerpo de Cristo deseamos extender las buenas nuevas entre nuestros contemporáneos de Occidente —sin olvidar nunca que el mundo en que vivimos cada día está más occidentalizado—, el único camino será presentar a Jesús como una realidad viva que trasciende los muros de capillas y templos para plasmarse en el día a día, en nuestra propia existencia y nuestro compromiso a favor del hombre. No es necesario caer en el extremo de transformar la Iglesia en una simple ONG o una asociación vecinal con ciertos tintes políticos más o menos definidos. Algunos ya lo han hecho y han perdido su dimensión de comunidad religiosa, lo que nunca debiera haber sucedido, realmente. La propia identidad eclesial, bien mantenida en una doctrina, una teología y una liturgia auténticamente cristianas, cómo no, jamás puede considerarse incompatible con esa dimensión humana y cercana al hombre de la calle, que necesita imperiosamente de la liberación y la re-dignificación que sólo Cristo puede darnos.

No hay razón alguna, por tanto, para temer el diálogo con quienes hoy afirman no creer.

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