lunes, 3 de noviembre de 2014

Cuando la fe deja de interesar.


Jaume Triginé*

Hasta bien entrado el pasado siglo, la problemática de la fe en muchas personas tenía que ver con sus contenidos. Lo que se ponía en duda eran determinados relatos (milagros del Antiguo y Nuevo Testamento, nacimiento virginal de Jesús o su resurrección). La apologética echaba mano de aportaciones científicas y de racionabilidad para intentar explicarlos y la teología empleaba nuevas pautas hermenéuticas para hacer comprensible, en los nuevos contextos culturales, la Palabra de Dios.

El problema de los últimos años, como ya anticipó K. Rahner, es la falta misma de la fe. La dificultad de creer. «Hasta ahora se discutía el contenido de la fe, pero no sobre la posibilidad o la necesidad de la fe.» Hoy, la fe ha dejado de interesar a amplios sectores sociales.

¿Cómo se ha llegado a esta situación? El análisis es complejo como el propio tema. Sin duda existen causas sociológicas. De modo implícito, para muchos la religión pertenece a una etapa histórica ya superada, como esta superó a la magia en el esquema de A. Compte, uno de los padres del positivismo. El hombre y la mujer contemporáneos no necesitan apelar a los dioses para explicar el origen del cosmos, la expansión de las galaxias o el movimiento de los astros. Hoy conocemos las leyes que lo explican. No les hace falta apelar a instancias divinas ni demoníacas para entender la etiología de las enfermedades, por cuanto han descubierto sus diferentes causas explicativas, el papel de los virus y los mecanismos de transmisión de las enfermedades contagiosas. Incluso las neurociencias están terminando de erradicar a Dios del reducto último de la conciencia al explicarla en clave de procesos bioquímicos y eléctricos operados en las sinapsis de las células cerebrales.

Nos hallamos en una sociedad fuertemente secularizada en la que la crisis religiosa se ha convertido en crisis de Dios y de fe. Sin duda las llamadas preguntas últimas persisten, pero sus respuestas se buscan en nuevos espacios y relatos. Salvo excepciones, no hay transmisión de la fe, sino de su ausencia. Muchas de las nuevas generaciones se hallan en este escenario de «eclipse de Dios» descrito por el filósofo y escritor judío M. Buber.

Ahora bien, si nos limitamos, tan solo, a la consideración de la causalidad histórica, sociológica o, incluso, científica, el análisis es incompleto. Cabe también preguntarse en qué grado la propia iglesia ha cooperado en esta transformación de la antropología religiosa. Es incuestionable que las imágenes transmitidas, no solo históricamente sino también en el presente, de un Dios punitivo, que infunde temor, que actúa arbitrariamente, que niega la libertad, que castiga el más mínimo desliz… han contribuido al incremento del agnosticismo y del ateísmo; posiciones en las que muchos terminan por sentirse más libres que en las estructuras opresoras de las conciencias de aquellos grupos en los que prevalecen estas imágenes distorsionadas.

La iglesia debe presentar a Jesús de Nazaret como la imagen del Dios invisible que, a través de su propia vida, de sus acciones, de sus enseñanzas, de sus signos… revela a Dios como amor. De modo que las personas, en lugar de sentirse objeto de la ira y de una justicia implacable (en lo que difícilmente puede creer el hombre contemporáneo y por ende rechaza), puedan sentirse atraídas por un proyecto de vida significativo interiorizando los valores del Reino de Dios, implícitos en muchos casos en su propio humanismo: compasión por los excluidos del sistema, alteridad, búsqueda de la justicia, inclusión de la diferencia, pacificación…

El desprecio por la investigación científica y sus aportaciones es otro de los errores que explican el distanciamiento de la iglesia de muchos de nuestros coetáneos. La pretensión de elevar a categoría histórica y científica determinados relatos bíblicos es algo que las personas preparadas difícilmente pueden asumir. El debate, si bien en intensidad decreciente, de las posturas creacionistas frente a la teoría de la evolución es un ejemplo.

El lenguaje bíblico no es lenguaje científico, sino un testimonio de fe en Dios como origen y finalidad de todas las cosas. Como escribe J. I. González Faus «Si la teología no hubiese olvidado que la Palabra de Dios no pretende hacer de nosotros astrofísicos, paleontólogos, arqueólogos… se habría evitado muchos problemas a sí misma y a sus relaciones con las ciencias.» La investigación científica y los postulados de la fe no pueden estar en contradicción, puesto que tratan cuestiones diferentes. La ciencia busca descubrir y explicar las leyes y los procesos de la naturaleza, la religión trata de explicar el sentido y el propósito del universo, de la vida y del hombre. La mezcla y confusión de ambos registros por parte de grupos fundamentalistas, con interpretaciones literales de la Biblia, es una causa más de que muchas personas, con el rechazo de estas actitudes anticientíficas, hayan rechazado no tan sólo un determinado contenido de la fe, sino también la propia fe.

No podemos excluir de este análisis la falta de irradiación de la fe por parte de muchas comunidades lastradas por el paso del tiempo y carentes de recursos espirituales adecuados. Incapaces de comunicar y trasmitir la fe a un mundo secularizado, asisten a una pérdida progresiva de sus miembros y de su relevancia social. Enzarzados en cuestiones dogmáticas, confunden la dinámica y la experiencia personal y comunitaria de la fe con una ortodoxia restrictiva y, en ocasiones, excluyente de la diferencia.

Por otro lado, somos testigos de la eclosión de la espiritualidad bajo diversas manifestaciones y de la pluralidad de opciones religiosas. ¿No sería más prudente, en este contexto, hacer presente y patente la espiritualidad cristiana? ¿No es el momento de considerar qué es lo que podemos aportar en este escenario de múltiples búsquedas? ¿Acaso no sería entendida una mística de ojos abiertos (expresión sinónima de una opción por los excluidos) como preconizaba el teólogo J. B. Metz?

En el actual contexto, la fe podrá volver a tener atractivo cuando recupere su experiencia fundante. El amor de Dios, expresado en Jesucristo, fue el núcleo de la predicación de los primeros cristianos y explicación de su extraordinaria extensión. La fe podrá volver a tener atractivo cuando el tono vivencial del seguimiento a Jesús sustituya la rigidez dogmática. La propagación de la fe, que antaño se apoyó muy frecuentemente con el discurso apologético, hoy requiere de la osmosis, de la cercanía, de la atención a la necesidad de las personas. Y es que, como señaló H. U. von Balthasar, «solo el amor es digno de fe».

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*Licenciado en Psicología por la Universidad de Barcelona. Articulista y autor de LA IGLESA DEL SIGLO XXI ¿CONTINUIDAD O CAMBIO?, de ¿HABLAMOS DE DIOS? TEOLOGÍA DEL DECÁLOGO y de ¿HABLAMOS DE NOSOTROS? ÉTICA DEL DECÁLOGO.

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