domingo, 24 de enero de 2016

La Na(ti)vidad como modelo de iglesia.



Cuando Francisco de Asís, el 24 de diciembre de 1223, celebró la misa delante de un heterodoxo escenario –un buey, un asno, heno y un pesebre– no sólo consiguió representar ante los ojos, el tacto y el olfato de los fieles el glorioso momento del nacimiento de Cristo, sino también dejó constancia de la vida cotidiana de los primeros frailes. El belén, entonces, surgió como testimonio eclesial poniendo énfasis en la sencillez y austeridad predicadas y vividas por Francisco. Más allá de lo anecdótico de esta representación en Greccio y de su trascendencia icónica dentro de la tradición cristiana, el acontecimiento de la Natividad bien puede ser un modelo que ilumine con nueva fuerza la misión de la iglesia en la actualidad. Recordemos que para Sallie McFague un modelo «es una metáfora con “capacidad de permanencia”» y que más que una definición, funciona como «un esquema plausible […] abierto al cambio»[i]. Y, en este sentido, me gustaría apuntar algunos rasgos derivados de los relatos del nacimiento de Jesús (Mt. 2, 1-12; Lc. 2, 1-20) que creo pertinentes para afrontar como iglesias las situaciones que vivimos como sociedad.

Na(ti)vidad: congregación de personas diferentes

El nacimiento del Mesías reunió a hombres y mujeres que de otro modo difícilmente hubieran coincidido. Pastores de ovejas, sabios de oriente y, si tenemos en cuenta el relato del Protoevangelio de Santiago, en la escena aparecerían también una comadrona y Salomé, una mujer cuya actitud de incredulidad es análoga a la de Tomás ante el Cristo Resucitado: «si no palpo, no creeré»; todos alrededor de una familia poco convencional. Ateniéndonos únicamente a los relatos canónicos, no deja de asombrarnos la polaridad de los espectadores centrales: los pastores y los sabios. Sobre los primeros, el texto bíblico señala que «estaban en unos campos cercanos, pasando la noche a la intemperie cuidando de sus rebaños» (Lc. 2,8). Joseph Ratzinger apunta al respecto que, al nacer Jesús fuera de la ciudad, era lo más lógico que ellos fueran los primeros llamados a la gruta y, añade luego, que ellos «formaban parte de los pobres, de las almas sencillas, a los que Jesús bendeciría, porque a ellos está reservado el acceso al misterio de Dios»[ii]. Como contraste, los sabios eran astrónomos vinculados de alguna manera a la clase sacerdotal persa poseedores de conocimientos religiosos y filosóficos. Su riqueza se ha inferido no sólo de los presentes que dieron al niño, sino también de que su historia ha sido leída tradicionalmente a la luz del Salmo 72,10 y de Isaías 60. Ellos estuvieron dispuestos a ir más allá de sus creencias convencionales en pos de una revelación nueva y proveniente del lugar menos esperado. Poco importa si pastores y sabios coincidieron realmente en la gruta de Belén; más importante, en cambio, es el hecho de que dos estamentos tan diferentes se congregaran con una actitud compartida: la esperanza, y un propósito común: la honra y la alabanza del recién nacido.

El eclecticismo posmoderno poco ha propiciado que la iglesia se muestre como una comunidad de diferentes. Allende las diferencias doctrinales –que intuyo cada vez son menos relevantes a la hora de elegir una iglesia–, se observan con más frecuencia iglesias sectarias condicionadas por la clase social, la orientación sexual, el grupo etario, la indumentaria y aún la preferencia política. Iglesias homogéneas y homogeneizantes se vislumbran como la norma. Pero ante el acontecimiento de la navidad, se impone una reacción crítica ante el fenómeno de la fragmentación y la homogenización. ¿Es nuestro salario, nuestra vida sexual, nuestra edad, nuestros gustos o nuestra ideología lo que debe primar en el momento de decidir participar en una iglesia? ¿Acaso no es precisamente la esperanza mesiánica, la expectativa y la construcción del Reino lo que debe congregarnos en torno al Salvador? Es claro que abundan quienes señalan que no se puede tener lo segundo sin lo primero; no obstante, la Navidad sigue modelando la diferencia: la congregación de pastores y sabios, de pobres y ricos, de cultos e incultos, de profesionales y artesanos, de locales y extranjeros[iii].

Na(ti)vidad: testigos de la alabanza universal

Los pastores y los sabios fueron testigos de hechos que sobrepasaron su entendimiento: la aparición de los ángeles y la estrella en el Oriente. Así, el nacimiento de Cristo fue reconocido no sólo por los hombres, sino también por la creación y por las jerarquías celestes. En la Encarnación el centro de la Historia es revelado y ese acontecimiento no se puede pasar por alto en el universo; el antiguo himno cristiano citado en la epístola a los Colosenses da espléndido testimonio del hecho (Col. 1, 15-20). Que la naturaleza muestra al Creador y al Redentor es algo en lo que los teólogos y teólogas han hecho hincapié desde San Bernardo hasta Leonardo Boff pero que ya los evangelistas quisieron dejarnos bien claro.

Los pastores presenciaron con temor la aparición de los ángeles, pero el anuncio escuchado los llenó de alegría y los movió a la acción. Apresurados, sabios y pastores, acudieron a Belén y fueron testigos de cómo la estrella se posaba encima de la ciudad y de cómo las palabras del ángel eran verdaderas. En un sentido semejante, Agustín de Hipona señala que el hecho de que Jesús yazca en un pesebre no es vano pues allí era donde los animales comían; siendo así, el Jesús del pesebre simboliza al pan que nutre de vida a los hombres, a los animales y a la creación entera. Es este hecho, principio del misterio pascual, el que anima la alabanza de los ancianos y de las bestias en el Libro del Apocalipsis (Ap. 4, 2-11).

La Navidad, en este sentido, nos devuelve a nuestra posición de criaturas y nos llama, como iglesias, a la humildad y a una nueva forma de solidaridad con toda la creación, ya que en la Navidad reconocemos que los seres humanos no somos los únicos, ni los más importantes, que rendimos tributo al Señor. La Navidad nos llama a presenciar una alabanza que trasciende a la iglesia y a unirnos a ella con actitud de gozo por la promesa cumplida: ¡todo lo que respira alaba al Señor.

Na(ti)vidad: recordar y volver a la misión

Los albores de la iglesia los encontramos en Belén, en una gruta donde pacía el ganado. Es imperioso recordar constantemente esta verdad a fin de no apartarnos de nuestra misión esencial: el anuncio de la salvación.

En las ciudades actuales coexisten distintas tradiciones decembrinas: la cena en Nochebuena, el intercambio de regalos, el personaje de Santaclaus, la diversidad de villancicos. Esto, lo sabemos bien, ha suscitado, entre los evangélicos posiciones que van del rechazo a la aceptación. Sobre la cena en Nochebuena, el mexicano Jorge Fernández Granados –uno de los poetas vivos más destacados– ha escrito el siguiente poema:


Nochebuena
nos sentamos a la mesa
impecables
cada uno en su monólogo
impecable
de siempre en esta noche de tantas
impecables
navidades en la vida que es todo menos
impecable
y de pronto una de las velas que arden en la mesa chisporrotea
y cae
su llama se apaga con un chasquido justo sobre la fuente aún intacta de la
accidentada
cena la costumbre nuestros monólogos el blindado bienestar se
rompen
por un súbito silencio inexplicable compartido
e impecable.

Las dos estancias del poema están marcadas por la contraposición del adjetivo «impecable» en la primera estrofa con verbos que evidencian la fragilidad del disfraz de Nochebuena en la segunda. No obstante, la fugacidad de la apariencia de armonía y concordia que intenta impregnar la Navidad, la buena intención es infructuosa y el día de Navidad suele pasar, incluso en las iglesias, dejando todo como estaba. Ese efecto es totalmente contrario de aquella noche en Belén que atestiguó el nacimiento del Redentor. Los sabios de Oriente volvieron a su hogar por otro camino, desafiando la autoridad de Herodes protegiendo la vida del niño. Los pastores anunciaron el mensaje del ángel y luego volvieron transformados a sus quehaceres cotidianos. La alegría de todos ellos halló un nuevo motivo pues habían alcanzado la promesa (Heb. 11,40). Los ancianos Simeón y Ana, corolarios de la escena navideña, verbalizaron esa alegría en sendas alabanzas (Lc. 3, 27-30, 39) que escucharon «todos los que esperaban la liberación» (Lc. 3,39). La liberación es el contenido del anuncio de salvación. María, la madre de Jesús lo expresa así en su famoso cántico (Lc. 1,46-55). La Navidad, en tanto modelo de iglesia, nos insta a renovar nuestra esperanza, a recordar lo esencial de nuestra misión y a verternos en la alabanza que día y noche entona el universo. Asimismo, nos desafía a construir espacios que cada vez se asemejen a esa no tan lejana noche en la que el Verbo se despojó de su gloria y habitó entre nosotros.

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[i] McFague, Sallie. Modelos de Dios. Teología para una era ecológica y nuclear. Santander: Sal Terrae, 1994. p. 73.

[ii] Ratzinger, Joseph. La infancia de Jesús. Consultado a través de http://www.soysalesianocooperador.org/wp-content/uploads/downloads/2013/07/La+infancia+de+Jesus+-+Benedicto+XVI1.pdf p. 46

[iii] Continuar la vía de la Navidad como modelo de iglesia lleva a reimaginar también la figura del pastor a partir del niño en el pesebre quien pastoreó desde su inocencia y su bajeza a hombres tan distintos a él y tan diferentes entre sí.

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