viernes, 1 de enero de 2016

Paz y paciencia.


El pacifismo es un invento humano. En ningún lugar de la Biblia se percibe la mínima sospecha de que la paz mundial llegue antes de la segunda venida de Cristo. 

por Noa Alarcón Melchor 

Ya hablamos en capítulos anteriores de que el fruto del Espíritu de Gálatas 5:22-23 no debía entenderse como una obligación, sino como un regalo, el mismo carácter de Dios transformando nuestro carácter. Nosotros mismos somos incapaces de alcanzar tal perfección, pero si vivimos en el Espíritu (que es lo explica el contexto de esos versículos), todo toma sentido. 
Ya revisamos los conceptos del amor y la alegría, y ahora toca el turno de la paz y la paciencia. Resulta demasiado sencillo acudir a los tópicos cuando hablamos de paz. 

A mí también me hicieron dibujar de pequeña en el colegio la paloma de la paz, la rama de olivo, y cantar por la abolición de la guerra en el mundo. Pero ese cliché de la paz y el pacifismo explicado a los niños, el que “la violencia nunca es la solución”, realmente no tiene nada que ver con la paz bíblica. 

El pacifismo es un invento humano, porque (parafraseando a C. S. Lewis) en todos los siglos de historia humana no hemos encontrado ni una remota evidencia de que se puedan abolir las guerras. En ningún lugar de la Biblia se puede percibir ni la más pequeña sospecha de que esa paz mundial se pueda alcanzar antes de la segunda venida de Cristo. 

La Biblia es honesta, y está llena de guerras, de ataques, de batallas, de peleas, de insultos, de cólera y de destrucción. Eso es lo que hay en la Tierra, y no podemos pretender otra cosa. La promesa de la paz de Dios, sin embargo, se nos ofrece en tiempo presente, en lo que dure nuestra vida aquí. Se nos ofrece con persecuciones y aun con las palabras de Santiago 1:5 recordándonos que debemos alegrarnos en medio incluso del sufrimiento. 

Así pues, la paz de Dios no debe tener nada que ver con el “We are the world, we are the children”. ¿Qué será, entonces? Una cosa es cierta, aunque sea lo único que podamos percibir por observación directa: la paz de Dios solo se nos ofrece a los seres humanos, al igual que todo el fruto del Espíritu. De todo lo creado, de toda la materia visible del universo, los seres humanos somos los únicos a los que se nos ofrece como un regalo excepcional y necesario. 

En el universo, donde no hace falta esta paz, todo está ordenado, pero no carente de actividad. Constantemente nacen y mueren estrellas, se desintegran planetas y otros comienzan a formarse, galaxias enteras desaparecen dentro de agujeros negros o estrellas moribundas explotan dejando a su paso un polvo estelar lleno de elementos primigenios. Quásares, nebulosas y radiaciones gamma pululan tranquilamente a años luz de nosotros. Y tenemos que entender que, desde la perspectiva divina, todo está en paz porque está ordenado, porque cada cosa creada cumple su función y sigue las normas de aquello para lo que fue hecho, aunque solamente fuera hecho para ser observado por ser terriblemente bello. 

Toda esa materia, sin embargo, apenas llega al cinco por ciento de todo lo existente. De ese pequeño cinco por ciento, solo nosotros no estamos ordenados. No es de extrañar que, por esa razón, la palabra shalom que significa “paz” en hebreo también tenga asociada la idea de armonía, perfección y plenitud. 

 Si lo pensamos bien, dos de las cosas que más anhelamos en nuestra vida son el orden y la armonía. No hay nada más reconfortante que la sensación de ver tu casa limpia y organizada. Nada más esperanzador que arreglar las carpetas del ordenador y clasificar archivos. Nada más alegre que llegar al Mercat de la Boqueria de Barcelona y ver las pilas de frutas ordenadas por colores. 

En Isaías 9 se habla del futuro Jesús como Príncipe de Paz, y era un título que siglos antes de su llegada ya se anhelaba. No un Mesías que trajese la paz mundial y el amor fraterno entre naciones (mucho me temo que no), sino un Mesías que volviese a establecer el orden dentro del ser humano y de sus sociedades, que marcase la pauta interna según la cual volver a nuestro origen; mediante cuyo sacrificio nosotros podríamos reconciliarnos con el resto de la creación, y volver a funcionar bajo el orden establecido. Solo en Cristo podemos ser verdaderos humanos, verdaderos seres únicos en la creación, conscientes de sí mismos, conscientes de su espiritualidad y su lugar en el universo. Ese orden interno trae la paz. 

Y a mí, sinceramente, pensar en la paz en estos términos me da mucha paz. Con la paciencia pasa algo parecido. 

Siglos de repetición han hecho que acabemos pensando que la paciencia es algo parecido a carecer de emociones, algo semejante a ese ideal ascético que proclaman los budistas. Sin embargo, la paciencia de Dios que describe la Biblia no es ausencia de emociones. 

Profeta tras profeta del Antiguo Testamento, Dios les repite lo mismo a los israelitas: el castigo de Dios, se nos advierte, tiene que ver con la disciplina que necesitamos, con la justicia necesaria por nuestra desobediencia, y no con que él haya perdido la paciencia. De hecho, muchas veces se interpreta el pasaje de Jesús echando fuera del templo a los mercaderes (Marcos 11:15-18, Juan 2:13-22) como que perdió los estribos y se puso a tirar mesas por los aires. Sin embargo, al leer detenidamente los pasajes no ocurre nada de eso. Simplemente dice que entró, vio aquello y tomó cartas en el asunto. Levantar la voz, reaccionar ante una injusticia o defender al débil de un abuso no es perder la paciencia. No es pecado. 

Dios tuvo paciencia con Jonás, y no dejó de insistirle (pez incluido) hasta que llegó a Nínive. Tuvo paciencia con Saulo hasta que llegó el momento de mostrarse ante él, no para destruirle, sino para convertirlo. Jesús tuvo paciencia con la impaciencia de Pedro, pero nunca dejó de decirle la verdad ni de llamarle la atención (y no me refiero solamente al incidente de las tres negaciones, sino a todo el ramillete de expresiones extremas que se nos ofrece del apóstol en los evangelios). La paciencia de Dios es no desecharnos cuando nos descarriamos; no desecharnos a pesar de todo y mandarnos al Redentor. Entendiendo esto, ¿de qué manera esta paciencia puede pasar a habitar en nosotros? 

Creo que tiene menos que ver con soportar al resto de personas cuando hacen algo que nos molesta y más con aprender a obviar esa frustración por medio del amor de Dios. Cuando vemos a todos nuestros prójimos (y ese “todos” incluye a gente como vecinos, compañeros de trabajo, políticos, empresarios corruptos, ricachones despilfarradores y terroristas) a través de los ojos de Dios, les vemos con amor y con paciencia. Y la paciencia deja de ser una cualidad sobrenatural en la que nos debemos esforzar para aguantar la estupidez humana para pasar a ser una bendición puesta en nosotros mediante la cual no vemos las circunstancias a través de nuestro presente, sino a través de la eternidad de Dios. Dicho de otra manera, cuando tenemos clara la visión de Dios para el mundo, el final de todo lo que existe, podemos tomarnos los percances diarios con un poco menos de solemnidad. 

La paz y la paciencia del fruto del Espíritu no se nos ofrece en una vida carente de dificultades. Una cosa es orar para que el Señor nos libre del mal, y otra esperar que nunca haya nada que nos contraríe. La paz es orden, y la paciencia es un producto del amor; nada tiene que ver con el dolor ni con el sufrimiento. Al igual que Job, pasaremos por problemas, y la promesa de Dios no es guardarnos entre algodones para que nada nos rasguñe, sino en ser capaces de aguantar el dolor y la tristeza porque el resultado de las desgracias, para aquellos que tienen a Cristo, es totalmente diferente. No nos diferenciamos en nada de aquellos que no tiene a Dios en las posibles desgracias que puedan llegarnos en la vida; la diferencia está en cómo salimos de todo ello. 

Es un ejemplo muy tonto, pero el ser cristiana ayer, sábado por la tarde, no me libró de meter la pata y derramar sin querer un vaso de agua encima del teclado del ordenador, con su consecuente fallecimiento. Sin teclado no puedo escribir este artículo. La gracia de Dios en mi vida no se muestra evitando que yo pierda el teclado por tener las manos de mantequilla, sino en mis hermanos en Cristo que no han dudado en prestarme un teclado que tenían en casa hasta que podamos reponer el nuestro. Esto me ha enseñado que estos hermanos me quieren con el amor y la paciencia de Dios (porque es la segunda vez que me tienen que prestar el teclado de urgencias), y aprendo del ejemplo de su generosidad constante en este y otro centenar de detalles. 

Aprendo que Dios muestra su cariño en medio de las cosas pequeñas, y que impone su orden en medio de nuestro desorden. Aunque pareciera que hoy no hubiera podido terminar este artículo, aquí estoy, escribiendo las últimas palabras, y solo es debido a la paz que Dios pone en mi mundo interior, y en el exterior, y a su paciencia que puedo experimentar a través de mis hermanos. Gloria y armonía a Dios, pues.

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