viernes, 23 de junio de 2017

Por la igualdad y unidad de los pueblos.


por Benjamín Forcano, teólogo

En los tiempos que vivimos, nos toca vivir, pese a todas las imprevisiones y calamidades, utópicamente: soñar y luchar porque la Tierra sea UNA como lo es, que la humanidad sea UNA como lo es y que en esa Unidad nos encontremos todos: personas y pueblos.

Hace apenas 60 años, concluida la segunda guerra mundial, nos parecía que quedaban atrás vallas y fronteras que nos habían recluido en el ámbito de nuestra patria, alimentando el aislamiento, la desconfianza y la hostilidad.

Siendo para todos el mundo en que nacimos, lo convertimos demasiadas veces en islotes de ininterrumpida guerra. Guerra por una tierra que era de todos, guerra por unos bienes que los queríamos en exclusividad, guerra por una cultura que a todos queríamos imponer, guerra por un poder que no queríamos compartir, guerra por idolatrar una particular semejanza, que nos impedía reconocer la universal identidad.

Después de mucho combate y destrucción parece que terminamos por entender lo absurdo de un vivir en provocación y guerra permanente: el planeta tierra no era de nadie y sí era lo de todos.

Con las entrañas aún rotas y las lágrimas sin secar, una voz resonó en el recinto de las Naciones Unidas:

El desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la humanidad. Estas Naciones:

- Proclaman como la aspiración más elevada del hombre el poder disfrutar de la libertad de la palabra y de la libertad de conciencia.

-Reafirman su fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, y en la igualdad de hombres y mujeres,

-Reconocen y promueven estos derechos y tratan de asegurar su reconocimiento y aplicación universales.

.Artículo 1: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.

.Artículo 2: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades declarados en esta Declaración, sin distinción den raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.

Parecía cerrado un ciclo de la historia. Por una vez la conciencia humana ratificó una verdad universal: Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.

Pueblos, paisajes, culturas, lenguas y religiones confluían bajo una forma de ser común. Brillaban la dignidad y libertad de toda vida humana.

Y nos pusimos a caminar bajo la estrella que alumbraba un destino común. Hasta tal punto que nos encontramos comunicados y organizados globalmente: la Información, la Comunicación, la Tecnología, el Comercio, el Transporte, la Cultura, la Ciencia, la Economía, el Derecho y la Política nos llegaban entrelazados y confirmaban la identidad de un planeta y humanidad unidos

Sentimientos estos y expectativas de hace apenas unas decenas de años. Paradójicamente, casi sin advertirlo, fantasmas de antaño trataban de revivir urdiendo en la red inmensa de la globalización, una nueva hegemonía: minorías financieras y políticos racistas, desde un egoísmo absolutizado, se disponían a sostener imperios de explotación y dominación. Desconectados de los principios de la Carta de las Naciones Unidas pasaban a guiar y gestionar el destino de los pueblos.

Fenómeno que no dejaron de denunciar líderes científicos, sociales y religiosos de todo el mundo. “El predominio de la cultura del capital, escribe Leonardo Boff, con sus propósitos ligados al individualismo, a la acumulación ilimitada de bienes materiales y principalmente a la competición dejando de hecho escaso espacio para la cooperación, contaminó prácticamente a toda la humanidad, habitando una Casa Común”.

Lo mismo comenta en una entrevista, Ken Loach, el más importante de los cineastas británicos: “Después de 1945 en casi toda Europa, se extendió un sentir de deber social y solidaridad. Mi país, en concreto había sido devastado por las bombas y la gente entendía que la unidad era vital para combatir el fascismo. Pero, en 1980, llegó Margarita Thatcher y dijo que hay que cuidar de uno mismo e ignorar al vecino; que la competencia es más importante que la colaboración. Y destruyó el Estado del Bienestar, forzando con ello a millones de ciudadanos a vivir en la pobreza. Y desde entonces, la idea del bien común se ha ido destruyendo gradualmente.

La gente tiene un sentido del deber moral. Los políticos no. Gran Bretaña es el país que aplica los preceptos del neoliberalismo de forma más agresiva, desde que Thatcher puso en marcha la privatización de la industria y de los servicios públicos. Pero, hoy en día es la Unión Europea en su conjunto la que está impulsando soluciones que favorecen a las grandes corporaciones”.

Pepe Mujica, expresidente de Uruguay dijo en Roma hace unas semanas en el III Encuentro Mundial de Movimientos Populares: “El capitalismo inventó una civilización que está invadiendo toda la tierra, pero que no tiene gobierno, tiene un mecanismo impuesto por el mercado. Esta civilización sólo tiene un sello, el mercado. Es el que impone el grueso de las decisiones”.

Y el Papa Francisco en ese mismo encuentro dijo:

“Los descartados del sistema, Hombres y mujeres, ratificamos que la causa común y estructural de la crisis socioambiental, es la tiranía del dinero, es decir, el sistema capitalista imperante y una ideología que no respeta la dignidad humana. Una economía centrada en el dios dinero y no en la persona es el terrorismo fundamental contra la humanidad”.

Completando este cuadro, el sociólogo Zygmunnt Bauman, lo aclara desde su metáfora de la modernidad líquida. Según él, nuestra sociedad globalizada, posmoderna, proviene de una anterior sólida y consistente, encarnada en una serie de lealtades tradicionales, en unos derechos y obligaciones que ataban de pies y manos, que obstaculizaban el movimiento e impedían la iniciativa. “La situación actual, escribe, emergió de la disolución radical de aquellas amarras - acusadas justa o injustamente- de limitar la libertad individual, de elegir y de actuar”. Pero, esta disolución, es decir, esta exclusión de toda pauta y freno, de toda regulación, se dirigía hacia un nuevo blanco: la modernidad fluida, bajo cuyo influjo desintegrador, caían la familia, clase y el vecindario. Las pautas anteriores, eran reemplazadas con no menor rigidez por las pautas de la economía y del mercado. De modo que el individuo, desguarnecido de los marcos y pautas tradicionales, se encontraba solo, sin que le fuera dada de antemano la construcción de su labor y de su futuro. Dentro de esta descripción, ya en nuestro mismo tiempo, asistimos al derrumbe de la hospitalidad y de los derechos humanos. Como dice Kant, “Todos los humanos están sobre la tierra y todos, sin excepción, tiene derecho a estar en ella y visitar sus lugares y pueblos; la Tierra pertenece comunitariamente a todos”.

La hospitalidad es un derecho y un deber de todos

Y sobre los derechos humanos, que para Kant son “la niña de los ojos de Dios”, “Respetarlos hace nacer una comunidad de paz y seguridad que pone un fin definitivo a la infame beligerancia”.

Renegando de su tradición, hoy surge en Estados Unidos un presidente, Donald Trump, que no respeta las diferencias religiosas, que rechaza a la población musulmana y niega la hospitalidad a todo tipo de gente que acudía a ese país. La ola de odio que está creciendo en el mundo y las discriminaciones contra los refugiados e inmigrantes rechazados en Europa y Estados Unidos están destrozando el tejido social de la convivencia humana a nivel nacional e internacional.

La hospitalidad es un test para ver cuánto de humanismo, compasión y solidaridad existen en una sociedad. Detrás de cada refugiado para Europa y de cada inmigrante para USA hay un océano de sufrimiento y de angustia y también de esperanza de días mejores. El rechazo es particularmente humillante, pues les da la impresión de que no valen nada, de que ni siquiera son considerados humanos.

¿Por qué van los refugiados a Europa?

Porque los europeos estuvieron antes durante dos siglos en sus países, asumiendo el poder, imponiéndoles costumbres diferentes y explotando sus riquezas. Ahora, que están tan necesitados, son simplemente rechazados.

Ciertamente, compartimos la convivencia como dato esencial de nuestra naturaleza: nosotros no vivimos, convivimos; somos comunitarios, todos aprendemos unos de otros, todos hablamos y decidimos. Nadie puede sobreponerse a nadie, si abriga el principio de que toda vida humana es igual en dignidad, derechos y responsabilidades. Y quien pretenda considerarse superior por tener más, pervierte su natural modo de ser.

Convivir es ser capaz de acoger las diferencias, dejarlas ser y vivir con ellas. ¿Será verdad lo que decía Einstein que “es más fácil desintegrar un átomo que sacar un prejuicio de la cabeza de alguien? Lo será, pero se puede.

Todo ser humano, más que un extraño es un compañero, al que hay que ayudar a sentirse incluido y no excluido, ayudarlo haciendo que se sienta acogido por el trabajo y la convivencia.

Así las cosas, no es extraño que Leonardo Boff, coautor de la Carta de la Tierra, se vea obligado a constatar: “En la raíz de este sistema de violencia e es decir, una forma de organizar la sociedad y la relación con la naturaleza basada en la fuerza, la violencia y el sometimiento. Este paradigma privilegia la competencia a costa de la solidaridad. En vez de hacer de los ciudadanos socios, los hace rivales”.

Un hecho éste incontrovertible: a diario nos sentimos asaltados por la gravedad de conflictos, enemistades, guerras. Aquella luz de la posguerra, aurora de un futuro de justicia, de solidaridad y de paz, se apagó. Y hemos vuelto a revivir tragedias y sufrimientos inimaginables.

Ciertamente, hemos producido mucha más riqueza, mucho más conocimiento, mucha más tecnología, mucha más información y comunicación, muchos más adelantos para el transporte, la salud, la educación, el trabajo, nos mezclamos más y compartimos juntos idénticos problemas y, sin embargo, en medio de esa nube de mayor bienestar, las relaciones de unos pueblos con otros se han vuelto más hostiles, más predispuestas al rechazo y exclusión. ¿Qué nos ha pasado?

Como epílogo a mi respuesta, ofrezco un dato singular, que alumbra la entraña de la crisis.

El dato

Justo al poco tiempo de acabar la guerra, los vencedores como si nada grave hubiera ocurrido, y tuvieran el derecho de erigirse en dueños del mundo, venían a proclamar: “Poseemos cerca de la mitad de la riqueza mundial. Nuestra tarea principal consiste en el próximo período en diseñar sistemas de relaciones que nos permitan mantener esta posición de disparidad sin ningún detrimento para nuestros intereses” (George Kennan, jefe del grupo del Departamento de Estado de los Estados Unidos en 1945).

Y Albert J. Beverige, uno de los máximos exponentes de la ideología del “Destino manifiesto”, añadía:

“El destino nos ha trazado nuestra política; el comercio mundial debe ser y será nuestro. Lo adquiriremos como nuestra madre (Gran Bretaña) nos enseñó. Estableceremos despachos Comerciales en toda la superficie del mundo como centro de distribución de los productos norteamericanos. Cubriremos los océanos con nuestros barcos mercantes. Construiremos una flota a la medida de nuestra grandeza. De nuestros establecimientos comerciales saldrán grandes colonias que desplegarán nuestra bandera y traficarán con nosotros. Nuestras instituciones seguirán a nuestra bandera en alas del comercio. Y el orden americano, la civilización americana, la bandera americana se levantarán en lugares hasta ahora sepultados en la violencia y el oscurantismo”.

Y el senador Brown dejó escrito: “Manifiesto la necesidad en que estamos de tomar América Central pero si tenemos necesidad de ello, lo mejor que podemos hacer es obrar como amos, ir a esa tierra como señores”.

Y, como sello que denuncia la maldad de esta, recuerdo las palabras del superconocido y admirado estadounidense Noam Chomsky: “Cuando en nuestras posesiones, se cuestiona la quinta libertad

(la libertad de saquear y explotar) los Estados Unidos suelen recurrir a la subversión, al terror o a la agresión directa para restaurarla”.

Hoy, autores de la más diversa índole y valía confirman la verdad de los textos anteriores.

Cualquiera entiende que, subyacente a estas palabras, aparece la ideología del “destino manifiesto” de la excepcionalidad de Estados Unidos, siempre presente en los presidentes anteriores, inclusive en Obama. Es decir, Estados Unidos posee una misión única y divina en el mundo, la de llevar sus valores de derechos, de propiedad privada y de la democracia liberal al resto de la humanidad. Para él, el mundo no existe. Y si existe, es visto de forma negativa.

Misión singular, patrocinadora de toda arbitrariedad, que ha hecho suya el recién nombrado presidente Donald Trump en su discurso inaugural: “De hoy en adelante una nueva visión gobernará nuestra tierra. A partir de este momento Estados Unidos será lo primero. Juntos haremos que Estados Unidos vuelva a ser fuerte. Haremos que Estados Unidos sea próspero. Haremos que Estados Unidos vuelva a ser orgulloso. Haremos que Estados Unidos vuelva a ser seguro de nuevo. Y juntos haremos que Estados Unidos sea grande de nuevo”.

Ciertamente, hay y habrá otros imperialismos que el de EE.UU. Pero, los textos transcritos, manifiestan como el primero, y o más poderoso, determinante y peligroso para nuestros días, el de Estados Unidos.

Me ahorro tener que destacarlo yo, aun cuando a ello me lleve mi experiencia e itinerario por diversos países y revoluciones de Latinoamérica.

Dejo la palabra a Robert Bowman, piloto de cazas militares y que realizó 101 misiones de combate durante la guerra de Vietnam. Con ocasión de los bombardeos de Nairobi y de Dar es Salam, donde las embajadas norteamericanas fueron atacadas por el terrorismo, este piloto escribió una carta al presidente Clinton. Después se hizo sacerdote y ahora obispo de Melborne Beach- Florida. Dice:

''Ud. ha dicho que somos blanco de ataques porque defendemos la democracia, la libertad, los derechos humanos. ¡Qué broma!

Somos blanco de terroristas porque en gran parte del mundo nuestro gobierno defiende la dictadura, la esclavitud, la explotación humana. Somos blanco de los terroristas porque nos odian. Y nos odian porque nuestro gobierno hace cosas odiosas.

¡En cuántos países agentes de nuestro gobierno destituyeron líderes escogidos por el pueblo, cambiándolos por dictaduras militares fantoches, deseosas de vender su pueblo a las sociedades multinacionales norteamericanas!

Hicimos eso en Irán cuando los artilleros navales norteamericanos y la CIA destituyeron a Mossadegh porque quería nacionalizar la industria del petróleo. Nosotros lo cambiamos por el Sha y armamos, formamos y pagamos su odiada guarda nacional Savak, que arrasó y cometió brutalidades contra el pueblo de Irán. Todo eso para proteger los intereses financieros de nuestras compañías petrolíferas. ¿Nos parecerá extraño que en Irán nos odien?

Lo mismo hicimos en Chile y en Vietnam. Más recientemente hemos intentado hacerlo en Irak. ¿Cuántas veces no lo hicimos en Nicaragua y en el resto de las “repúblicas bananas'' de América Latina? Muchas veces expulsamos líderes populares que querían repartir las riquezas de la tierra entre las personas que la trabajaban. Los sustituimos por tiranos criminales, para que vendiesen a su pueblo y para que la riqueza de la tierra fuese a la Domino Sugar, United Fruit Company, Folgers y Chiquita Banana.

País por país, nuestro gobierno se opuso a la democracia, sofocó la libertad y violó los derechos del ser humano. Ésta es la causa por la cual nos odian en todo el mundo. Ésta es la razón por la que somos blanco de los terroristas.

En vez de enviar a nuestros hijos e hijas por todo el mundo a matar árabes y obtener así el petróleo que hay bajo su tierra, deberíamos enviarlos a reconstruir su infraestructura, a beneficiarlos con agua potable y alimentar a los niños que están en peligro de morir de hambre.

En vez de entrenar terroristas y escuadrones de la muerte, deberíamos cerrar la Escuela de las Américas. En vez de patrocinar la rebelión, la desestabilización, el asesinato y el terror en el mundo entero, deberíamos abolir el actual formato de la CIA y dar dinero a las agencias de ayuda”.

La coyuntura que vivimos, con ser pervertida, ha estallado en la conciencia ciudadana, que ha experimentado crudamente la actuación del monstruo neoliberal, artífice de la prostitución del ser humano, de la mentira de su economía, del poderío que le confiere, de la retórica encubridora de su propaganda, orientado todo a sostener imperios racistas de explotación y dominación.

La convulsión social es tan fuerte que remueve las raíces del pasado, activa recónditos sentimientos de conciencia y reclama simplemente un modo humano de obrar: La prepotencia, el egoísmo y la avaricia son detestables y caen ante el deber de asegurar la dignidad y derechos de todos. Nadie, que sea humano, puede aspirar a realizarse a costa de los demás. Quien no respeta la dignidad de sí mismo, no puede respetar la dignidad de los demás, respeto que nos dicta la regla de oro universal: “Ama al prójimo como a ti mismo”, “Trata a los demás como tú deseas que los otros te traten a ti”.

Este alineamiento del yo con la ética racional y comunitaria es por donde comienza la construcción de una nueva sociedad, tal como establece la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Todos los Pueblos y Naciones deben esforzarse, a fin de que tanto los individuos como las Instituciones, inspirándose en este ideal común, promuevan mediante la enseñanza y educación, el respeto a estos derechos y libertades” (Preámbulo de la Declaración).

Todo sistema, teoría o doctrina que pretenda establecer desigualdad éticojurídica entre los humanos es falsa. No hay sistema que justifique la división entre amos y esclavos, ricos y pobres, superiores e inferiores, primeros y últimos. La creación idolátrica del dios dinero nos lleva a construir una sociedad cada vez más cruel y escandalosa por su desigualdad.

A nivel internacional, el desafío es mucho más grave. Porque, aplicando la misma lógica que a nivel interindividual, ninguna nación puede prosperar a base de otra, haciendo praxis normal suya la política de invadir, explotar y dominar: “La Organización de las Naciones Unidas está basada en el principio de la igualdad soberana de todos sus miembros” (Cap. I, art. 2).

Las Naciones unidad deben tomar medidas para prevenir y asegurar la paz, evitar actos de agresión y lograr por medios pacíficos y de conformidad con la Justicia y el Derecho internacional la solución de las controversias (Cfr. Idem.)

La historia real nos muestra cómo se comportan las naciones con mayor poder en Europa, en Latinoamérica, África y en nuestro propio país. Todo cambiaría si cada Nación se limitara a ser lo que es, un país más, con autonomía y singularidad propia, regido por la Justicia y el Derecho internacional.

No lo han hecho, ni lo van a hacer. Por sí mismos, está más que demostrado, que no cumplen con sus obligaciones internacionales, no respetan muchos de los Tratados y Convenciones Internacionales, apoyan la invención constante de armas, son proveedores de ellas, entrenan a militares de otros Estados, provocan el terrorismo en lugar de combatirlo en sus causas, apoyan dictaduras o derrocan democracias cuando les conviene, aumentan y fortalecen sus numerosas bases en todo el mundo, tienen establecido el derecho de veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, etc.

Todo cambiaría con que las Naciones Unidas lograran simplemente que, en este caso, Estados Unidos asumiera la obligación de respetar la soberanía, independencia y dignidad y libertad de todas las Naciones del mundo. Y no que sigan profesando que el Destino Manifiesto les ha predeterminado a extenderse e implantar su ley y civilización en todos los rincones del planeta Tierra, a las buenas o a las malas, a las malas casi siempre, poniendo en marcha la maquinaria de su ingente poder, como si fueran los dueños y señores de nuestra planeta.

Tenemos muchas tareas, muchos conflictos y problemas que resolver, pero ninguno de ellos alcanzará solución sin ética. Sin ética, la calidad de nuestras relaciones con la naturaleza y con nuestra casa común seguirá siendo destructivas. La ética nos libera y nos limita, y libera y limita el poder de Estados Unidos y de cualquier otro imperio.

Necesitamos una ética regeneradora de la Tierra, una ética del cuidado, como dice el teólogo Leonardo Boff, que respete sus ritmos y nos responsabilice colectivamente.

“Nunca, clama el papa Francisco en su encíclica Laudato Si, hemos maltratado y lastimado nuestra Casa Común, como en los dos últimos siglos…Estas situaciones provocan el gemido de la hermana Tierra, que se une al gemido de los abandonados del mundo, con un clamor que requiere otro rumbo”.

Benjamín Forcano es teólogo

Fuente:alainet.org

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